Corrupción y opinión pública
"El PP pide la dimisión urgente de todo aquel que no esté imputado". El mensaje, enviado por teléfono móvil, era uno de tantos que hacían escarnio el jueves de la actitud de los populares ante el anuncio de que el presidente de la Generalitat, Francisco Camps, declarará el martes como imputado ante el Tribunal Superior de Justicia bajo la sospecha de haber recibido dádivas o presentes de una trama de corrupción. No en vano lo que se atribuye a Camps es un cohecho y, aunque el cohecho siempre es cosa de dos, del emotivo discurso de los dirigentes populares han desaparecido sintomáticamente Álvaro Pérez y todo lo que representa. Borrar al corruptor de la escena es una condición necesaria para que el supuesto corrompido pueda defenderse como un ángel, ajeno a cualquier tentación, sobre el que se ciernen las pérfidas insidias de una conspiración general de inasibles contornos.
Puede parecer una reacción infantil de escaso vuelo -los niños suelen poner cara de no haber roto un plato cuando acaban de hacer una trastada-, pero tiene implicaciones de calado cuando la sostiene en el tiempo con vehemencia un partido importante. El propio Camps abrió esa línea nada más estallar el escándalo cuando apeló a su prestigio. "¿Me cree alguien capaz de hacer eso que dicen?", vino a plantear. Después, el mismísimo Mariano Rajoy se escudó en lo mismo: "Conozco a Camps y a su familia. Sé lo que hace los fines de semana...". Y una infinidad de voceros han repetido que el dirigente se ve en este trance porque gana elecciones a los socialistas y van a por él. Ayer mismo, el presidente del PP vasco, Antonio Basagoiti se preguntó: "¿No será que algunos quieren utilizar esto o algunas otras cosas para intentar ganar en los tribunales o en la opinión pública lo que no ganan en las urnas?".
Sin duda es en la opinión pública donde el PP ha concentrado la batalla con un argumentario demoledor, por disolvente, que llega a sugerir que los votos populares condonan delitos tipificados en el Código Penal o, como mínimo, conductas poco ejemplares en el ejercicio de un cargo público. ¿Pero estamos hablando de cuestiones morales o de normas jurídicas? Si hablamos de moral, el espectáculo es tremendo. La perturbación del interés público no juega papel alguno en la indignada defensa de Camps que exhiben sus correligionarios mientras la "maximización de beneficios" que Buchanan criticó en su día en el comportamiento de los burócratas y los políticos parece convertirse en una justificación del partidismo sin más coartadas éticas. Por otro lado, si hablamos de la ley, las organizaciones que llevan tiempo en el combate contra la corrupción han advertido sobre la trivialidad de las buenas intenciones y de la educación moral si las reglas del juego no garantizan fehacientemente el control ciudadano y el buen gobierno. En otras palabras, la supuesta bondad de Camps no tiene relevancia alguna si su administración y su política ignoran aquella advertencia de Julio Camba según la cual una cosa es tener automóvil oficial por ser ministro y otra muy distinta hacerse ministro para tener coche.
He aludido al principio a que la condición necesaria para salvar a Camps era tergiversar lo ocurrido. Que sea suficiente, sin embargo, depende de los tribunales. Y el veredicto no recae en la opinión pública.
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