La chica de la mañana
Antony Hegarty arrasa en el Palacio de los Deportes de Madrid
Hace apenas cuatro años, el nombre de Antony Hegarty podía confundirse con el de algún delantero centro inglés de los que sólo conoce el periodista Maldini. Anoche, quien no hubiera reservado con antelación su localidad para verle es porque estaba en la inopia.
Habrá crisis, deflación y hasta la amenaza cierta de una aburridísima campaña electoral, pero el autor de Hope there's someone coloca las entradas a 70 euros, el respetable se rasca el bolsillo con gesto solemne y dice amén.
Las chicas guapas de primera fila presumen de que atesoran sus billetes desde diciembre y Almodóvar le visita en el camerino. Hay algo de fenómeno en todo ello, pero hay, ante todo, un portento de voz conmovedora que escribe cosas muy distintas de las que estábamos acostumbrados.
Antony & The Johnsons
Antony Hegarty (voz, piano), Rob Moose (guitarra, violín), Maxim Moston (violín), Doug Wieselman (saxo, clarinete, guitarra), Julia Kent (violonchelo), Jeff Langston (bajo), Parker Kindred (batería). Palacio de Congresos. Madrid, 11 de mayo. Lleno (1.900 espectadores).
Seamos sinceros. Puede que nadie hubiera aflojado muchos céntimos por ver a la joven de cuerpo pintarrajeado que, a modo de preámbulo, invirtió 16 minutos en moverse como una mosca drosophila desde el centro del escenario.
A falta de que el crítico de danza Roger Salas corrobore estas impresiones, casi nadie acabó de entender el sentido plástico de aquello, ni mucho menos aún el de la musiquita electrónica con la que se acompañaba, digna banda sonora para la Casa del Terror de algún ferial.
Pero todo se olvida en cuanto Hegarty alza la voz, desde la más completa penumbra, con los versos de Where is my power. Cuatro años después de aquel disco (I am a bird now) que nos voló la cabeza, sigue siendo extraño, magnético el caso de este muchacho de rostro cerúleo, envuelto en gasa blanca, que canta como un negro. O, mejor aún, como una negra negrísima. Como el sumo sacerdote de un gospel universal. Te adoramos, señor (o lo que quieras ser).
A este Antony procede escucharle en actitud casi contrita, como el que atiende a una verdad esencial. Le canta a la búsqueda de la identidad propia y la satisfacción íntima, a todas esas bifurcaciones vitales que nunca transitaremos. Decora el fondo del escenario una enorme tela garabateada por él, una avalancha de líneas que se arremolinan en torno a un punto central. Seguro que el psiquiatra Rorschach encontraría en ese pictograma las claves de su personalidad enmarañada, fascinante. Un hombre que sobrecoge con versos como éstos: "Me enamoré de un chico muerto / Ojalá mi familia le hubiera conocido".
En su nuevo disco, el bellísimo The crying light, aparece un tema (Another world) que anunció como escrito "desde el centro de mí, desde la perspectiva de una chica del futuro". Esa chica de un mañana quimérico se considera hoy "una bruja transgénero" que preconiza la pronta resurrección de Jesús "reencarnado en niña de Afganistán". Transgresión y sensibilidad confluyen en un talento descomunal. En algo lleva razón: tras varios milenios con el mundo en manos de los hombres, ha llegado la hora de confiar en seres humanos bien distintos. En gente como él.
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