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Columna
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Pura Pasión

Por la ventana veo ya venir el próximo puente de San Isidro. Y con los puentes llegan las salidas, los atascos y la consiguiente vuelta al trabajo o al paro, en cualquier caso a un estado que nos impone la sociedad o la dura realidad, que viene a ser lo mismo. Por eso, en cuanto se nos da la más mínima oportunidad huimos en coches, aviones y trenes a los paraísos de la playa o del extranjero, aunque sea de una forma bastante artificial, porque al terminar el puente regresamos como corderos al matadero, lo que viene a significar que vivimos atrapados en una isla de la que es muy difícil escapar. Algunos lo intentan y deciden quedarse en Bali u otro de esos paraísos de vacaciones para el resto de su vida. Deciden no volver a quitarse el pantalón corto ni la camisola hippy, ni volver a afeitarse, y cambian el coche por una motocicleta. De alguna manera se las han arreglado para fingir unas eternas vacaciones. Algunos se quedan para siempre en la orilla del mar y otros en la orilla de la vida. No está nada mal ver la vida desde la orilla, sentirse extranjero siempre. El extranjero no es siempre un inmigrante, ni el inmigrante un extranjero. Ser extranjero, como nos enseñó Albert Camus, es un estado de ánimo.

Vivimos en el planeta de la eterna adolescencia. El poderoso quiere serlo para ser más joven

También muchos se las han arreglado para alargar la vida de estudiante hasta los cuarenta o más. Becas, cursos, masters. Llevan compartiendo piso desde que salieron de casa y no parece que les tiente demasiado la idea de cambiar la mochila por una maleta, ni su cocina comunal por otra alicatada y solitaria. Desde luego el mercado laboral no favorece lo contrario. Ya nadie aspira a un puesto de trabajo para toda la vida. Hemos pasado de la falsa estabilidad a la inestabilidad total. Por otra parte, estos mismos jóvenes tardan bastante en encontrar el amor definitivo, ese amor sobre el que fundar una familia y un patrimonio, un amor al que atarse y que bloqueará otros posibles amores, porque su permanente estado de formación se lo impide. Sin contar con que uno se ha ido acostumbrando al maravilloso romance. Sabemos, porque todos los poetas del mundo nos lo han dicho, que el amor champanoso, el burbujeante que hace cosquillas hasta doler, se acaba para dar paso a la complicidad y el cariño, que es más seguro y más adulto. Pero ¿quién quiere ser adulto? Vivimos en el planeta de la eterna adolescencia. El poderoso quiere ser poderoso para ser más joven. De nada vale ser bella si no se es joven. El joven quiere ser más joven aún. Ya no hay hombres de solapa ancha y corbata. Del hombre con cicatrices de cuchilla porque apenas se miraba en el espejo al afeitarse ha salido éste de pelos a lo Tintín.

¡Ay!, ¡ay!, y ¡ay!, el amor. En la escueta (75 páginas con muchos claros), esencial y completamente encantadora novela de la francesa Annie Ernaux, Pura Pasión (Tusquets), se dice al final:

"Cuando era niña, para mí el lujo eran los abrigos de pieles, los vestidos de noche y las mansiones a orillas del mar. Más adelante, creí que consistía en llevar una vida de intelectual. Ahora me parece que consiste también en poder vivir una pasión por un hombre o una mujer". ¿Algo más que añadir?

También puede uno resistirse a salir fuera en cuanto toca puente y fomentar algo así como una rebeldía pasiva quedándose en Madrid, y aprovechar para mirar la ciudad con ojos de extranjero. O para leer la magnífica novela de Luisgé Martín, Las manos cortadas (Alfaguara). No se la pierdan, se trata de un thriller policial, de una apasionante intriga política y también de una historia de amor profundamente humana. Luisgé Martín, que es el protagonista y narrador de la novela, ha pretendido indagar en los límites de las libertades democráticas, en la manipulación descarada de la historia y en los mecanismos que se emplean para conservar los privilegios de las castas dirigentes. La trama arranca de unas cartas inéditas de Salvador Allende que le hacen llegar al narrador en un viaje a Chile. Lo demás, su inquietante atmósfera, su pura pasión, la manera natural de contar y la gran aventura en que zambulle al lector, sin que el lector se dé casi cuenta, tendrán que descubrirlo por sí mismos, en cuyo caso les deseo unas felices fiestas de San Isidro anticipadas.

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