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Reportaje:

Un alcalde contra el virus

El regidor de México DF tomó la decisión de paralizar la metrópoli para frenar el H1N1. Y la ciudad le obedeció. El día en que se levantó la prohibición, EL PAÍS le acompañó en su recorrido por la capital

Es miércoles, pasan unos minutos de las siete de la mañana y esto que se ve a través de las ventanillas de cristal oscuro es la Ciudad de México. En un vehículo gris, de tamaño mediano, Marcelo Ebrard, el jefe de Gobierno (alcalde) del Distrito Federal, se dirige a su despacho en la plaza del Zócalo. Va sentado junto al conductor, que lleva puesta una mascarilla azul. Detrás, casi matrícula con matrícula, circula una camioneta Suburban repleta de guardaespaldas. Ebrard, que tiene 49 años, recuerda otro día de hace casi dos décadas y media. Sería a esta misma hora...

-Yo iba hacia mi oficina...

Y la tierra tembló. La Ciudad de México se vino abajo. Era el 19 de septiembre de 1985. Las 7.19 horas. No hace falta ir a mirarlo a la hemeroteca. Está grabado en la memoria de los habitantes de esta ciudad junto a un escalofrío de 8,1 grados en la escala Ritcher. El joven Ebrard -ni 24 años tenía- ya trabajaba en el Gobierno de la ciudad, en el departamento de Programación y Presupuestos. Acababa de regresar de Europa, donde había completado sus estudios de relaciones internacionales cursados en el Colegio de México. El terremoto había dejado bloqueadas las calles, y Marcelo Ebrard, como hicieron miles de mexicanos de forma espontánea, se incorporó a una de las cadenas humanas que removían escombros e intentaban rescatar a sus vecinos del horror del terremoto...

"Lo primero que hay que hacer es trasladar a la población la información de forma muy rápida. Ser muy transparente"
"Está habiendo reacciones xenófobas, decisiones equívocas, injustas para un país que ha sido generoso con todos"

-Buenos días...

-Buenos días, señor...

Apenas pasan unos minutos de las siete y media de la mañana. Marcelo Ebrard, 1,90 de estatura, traje negro, mascarilla azul, corbata clara que se quitará enseguida para que no se convierta en un trampolín del virus, se reúne con su gabinete de crisis contra la influenza. Como cada mañana desde que, el pasado jueves 23 de abril, este país, y sobre todo esta ciudad gigantesca, se pusieran en pie de guerra contra un virus nuevo que ya estaba matando a la gente. La reunión se desarrolla a un ritmo vertiginoso. El jefe de Gobierno pregunta, reconviene o asiente mirando a los ojos de sus colaboradores. No acepta divagaciones. Quiere saber cuántos pacientes han ingresado con el virus de la influenza en las últimas horas, a cuántos les han dado el alta, cómo se comporta una epidemia que parece estar controlada -hace varios días que no ha matado a nadie en el Distrito Federal-, pero de la que no conviene fiarse. Ebrard, la mascarilla azul caída a la altura del cuello, quiere saber el estado de los baños de las guarderías y de los colegios de la ciudad. ¿Cuántos se van a reformar? ¿Cuándo? ¿No es posible terminarlos antes? Quiere saber si las familias de las víctimas están atendidas, si ya se les ha visitado a todas...

-Sí, señor, a todas.

Ebrard dice gracias, golpea la mesa con la palma de sus dos manos y se levanta. Es la señal. Hay que seguir trabajando. No hay tiempo que perder. Este miércoles es un día muy importante, vital. Después de casi una semana de arresto domiciliario para evitar en lo posible la expansión del virus -se cerraron los colegios y los restaurantes, los cines y las bibliotecas, las empresas y los bares de copas..., México se convirtió en una ciudad fantasmal, incapaz de reconocerse a sí misma-, más de 12 millones de vecinos esperan ahora que su alcalde les conceda un respiro, una libertad vigilada, un regreso progresivo a la normalidad. A lo largo de este miércoles se irán abriendo los restaurantes, pero siempre que sus dueños dispongan una distancia mayor entre mesa y mesa y que los comensales se laven las manos con gel antibacterias o con alcohol antes de tomar asiento. Como un preso deslumbrado a la salida de un penal, como un enfermo que se marea al bajarse de la cama, esta ciudad intenta recuperar el ritmo que la gripe le arrebató de un tajo. La gripe y...

... Marcelo Ebrard.

-¿Fue difícil tomar la decisión de paralizar esta ciudad?

-Sí, fue muy difícil. Sabía los riesgos a los que me exponía, pero había que tomarla.

El coche del jefe de Gobierno vuelve a atravesar la ciudad. No han pasado ni dos horas desde que llegara a su despacho, pero ya se ha reunido con sus colaboradores, ha hablado con la prensa y ha inaugurado, en plena plaza del Zócalo -con la catedral y el palacio Nacional como testigos-, un dispositivo sanitario que llevará a todos los barrios de la ciudad unos camiones equipados con el instrumental necesario para vigilar el desarrollo de la epidemia. Día a día. Barrio a barrio. No hay que fiarse. Marcelo Ebrard mira por la ventanilla una ciudad que se despereza. Su ciudad. Se le nota satisfecho...

-A todo el mundo le ha sorprendido el comportamiento cívico de los mexicanos durante la crisis, ¿a usted también?

-Esta ciudad tiene una disciplina social muy grande. Tuvimos un sismo terrible en 1985, y una crisis ambiental muy grave en 1987... Una crisis ambiental que ya se ha olvidado en los medios políticos, pero que la gente sigue teniendo muy presente. De pronto se empezaron a morir en la ciudad los pajaritos, y hubo un grupo ecologista que dijo: nos vamos a morir todos. ¿Te imaginas el pánico? Y ahora esto...

-Y en las tres crisis trabajó usted desde distintos cargos de responsabilidad...

-Sí. Me marcó una reunión a la que asistí poco después del terremoto. Más de 200.000 personas estaban viviendo en la calle. Había gente muy enfadada, y con razón. Fui a una reunión en la que casi nos matan, y aquel impacto me hizo reflexionar. Pensé: en vez de enfadarte con el enfado de la gente, hay que intentar entender por qué están tan enojados...

-¿Y a qué conclusión llegó?

-Pues que lo primero que hay que hacer es trasladar a la población la información de forma muy rápida. Ser muy transparente desde el principio. Si la gente no te cree, tienes un problema añadido muy grave. Además, hay que estar con la gente cuando lo pasa mal. Que te sientan cerca, con ellos, en la calle. No hay que olvidar eso: la autoridad tiene que estar con la gente cuando lo pasa mal. Y entonces la gente tenderá a apoyarte. Si, en cambio, lo que haces es esconderte, no querer hablar... Entonces es un desastre.

-¿Cuál fue el momento más crítico?

-Nosotros tuvimos la confirmación de que las muertes que se estaban produciendo se debían a un virus nuevo el jueves 23 de abril. Y los días más difíciles fueron el viernes, el sábado y el domingo siguientes. No sabía cuánto de letal era el virus. Te acuerdas de la gripe de 1919, y de la de 1957 y de la de 1968... Y entonces te dices: si en aquellos años las pérdidas humanas fueron tan altas, ahora hay que evitarlo por todos los medios. Y decides parar la ciudad. Y entonces hay una visión conservadora que te reconviene: ¿cómo vamos a parar todo? ¡Va a ser carísimo, la gente se va a resistir...! Y tú piensas: sí, ok, puede ser, pero si te equivocas, el coste va a ser brutal...

Y Ebrard dio orden de parar la ciudad. Y lo más sorprendente es que la ciudad se paró.

El jefe de Gobierno llega a la sede central del Registro de la Propiedad, que acaba de reabrir sus puertas. Quiere supervisar si las medidas de higiene son las correctas. Y, sólo por el olor, se ve que sí. Que, más que correctas, son excesivas. La peste a cloro tira de espaldas. En el parque de enfrente, segunda rueda de prensa en menos de dos horas. Al menos durante estos días, al jefe de Gobierno del Distrito Federal lo siguen más periodistas que al presidente Obama. Desde detrás de un atril, responde a las preguntas. Una de ellas inquiere sobre el comportamiento de algunos países -entre ellos China y Argentina-, que se apresuraron a cortar las comunicaciones con México...

-Se están produciendo reacciones xenófobas, decisiones equívocas, injustas para un país que ha sido generoso con todos. La Ciudad de México se caracteriza por haber dado asilo a cualquier perseguido político del mundo. Piensen en la dictadura argentina. ¿Cuántos argentinos no son como nuestros hermanos? Aquí vinieron, aquí los recibimos...

De nuevo el coche gris, la camioneta Suburban llena de guardaespaldas, el despacho... Ebrard tiene ahora una reunión privada, y el periodista y el fotógrafo deciden regalarse un desayuno en el hotel Majestic. En la terraza, sobre la plaza del Zócalo. Un lujo. El Majestic fue inaugurado en 1937 y aún conserva de aquel entonces un ascensor y unos periódicos amarillos enmarcados de la pared. En uno de ellos, un ejemplar del Excelsior del domingo 6 de junio de 1937, se puede leer: "El próximo martes pasarán por esta ciudad los niños hispanos. Cada uno de los huerfanitos de la guerra será recibido por un escolar mexicano encargado de saludarlo en nombre de nuestra niñez. Los niños españoles llegarán al puerto de Veracruz y pasarán por la Ciudad de México en su camino hacia Morelia. Se desea que cada uno de los pequeños viajeros tengan un amigo, un niño mexicano que se encargará de garantizarle en nombre de sus compañeros el mensaje de la niñez mexicana. Luego continuarán a Morelia, donde está ya lista la escuela Hijos de España, donde recibirán alimentación, educación y vestido...".

La memoria colgada en la pared, que se presenta de improviso para dejar en ridículo a los desagradecidos. Marcelo Ebrard sigue recorriendo su ciudad. En uno de esos trayectos recuerda que él también fue alumno del Colegio de México, adonde fueron a parar muchos de los intelectuales que tuvieron que salir huyendo de la España absurda de Franco. Tal vez aquella educación tuviese algo que ver con que Ebrard dejase un día el aire viciado del PRI y se convirtiera en un alcalde progresista. Y hasta con que, hoy por hoy, su nombre represente la única esperanza de la izquierda mexicana -que existe, pero que está dividida en mil pedazos- pueda llegar algún día a conquistar el Gobierno de la nación. Pero ésa, claro está, es otra historia...

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