Rancio, rancio, rancio
Partamos de la base de que las siguientes líneas seguramente le importen una higa a los pocos miles de personas que casi llenaron el sábado el Velódromo Luis Puig de Valencia. Incluso a quienes, como resabio de la espectacular resaca futbolera televisiva, llegaron con el concierto recién empezado. Porque si el éxito de un recital se mide por su calurosa acogida, habría que convenir que lo de Lenny Kravitz fue un triunfo sin paliativos.
Pero si nos atenemos al tuétano de la aportación en vivo de un artista tan carente de escrúpulos en su interminable faena de expolio, habrá que colegir que pocas cosas hay más aburridamente conservadoras y tópicas que el rock cuando lo manosea un tipo como él. Cierto es que sus dos primeros álbumes pudieron dejar entrever una sólida alternativa comercial a la escena rock de aquel momento, pero su impune saqueo de Hendrix, Lennon o Stevie Wonder hace tiempo que superó cualquier mínimo control cualitativo.
Lenny Kravitz.
Velódromo Luis Puig. Valencia, sábado 2 de mayo de 2009.
Inmoderadamente pagado de sí mismo, ególatra hasta las cachas, el señor Kravitz demuestra que sus músculos tatuados son inversamente proporcionales a su creatividad, en cuyo seno la personalidad está bajo mínimos porcentuales. Estética seventies de postal, plúmbeas líneas de guitarra, amodorrantes solos de batería, atorrantes alardes de sensiblería pianística, todas ellas exhibiciones de testosterona instrumental sin justificación alguna, para un repertorio tan variadamente apañado como regresivo, vulgar, manido..., no da para más su despliegue sobre el escenario. Con tanta pose como absoluta falta de sustancia. Y por si fuera poco, unas condiciones sonoras cochambrosas, con el velódromo convertido en una caja de ecos. En resumen, el rock convertido en un circo, banal y sin criterio. La evolución del género reducida a cero.
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