La puerta de servicio
Yo entré en la literatura por la puerta de atrás. Yo no tengo nada contra esas puertas, las de atrás; al contrario, las venero. Las puertas de atrás son más bajitas que las puertas grandes, así que, para entrar, una tiene que agacharse. A veces, como es mi caso, una tiene que agacharse tantas veces que se te queda en el alma una especie de humildad patológica, que se advierte en que siempre tienes la cabeza ligeramente echada para adelante, como si estuvieras resignada a que en cualquier momento alguien te puede arrear una colleja. La puerta de atrás en la literatura es la literatura infantil. Hace no mucho, Babelia preguntó a unos cuantos escritores qué diez libros habían sido esenciales en su vida hasta el punto de cambiarla un poco. Que yo recuerde, casi ninguno citó libros de los que leyeron de niños. Con lo cual, o bien nuestros escritores andaban a los diez añitos leyendo En busca del tiempo perdido, o bien no sintieron ni frío ni calor hasta que a los treinta años se atrevieron con Proust o con Joyce. Me sentí, como tantas veces, una inocente, poniendo en el primer lugar de mi lista a Huckleberry Finn, o una tonta perdida, que no entiende que a las preguntas que te hacen en los suplementos culturales nunca debes contestar con sinceridad. De cualquier manera, también mentí, porque de haber dicho la verdad, esa lista de "los diez libros que te trastornaron" estaría copada con los que leí en mi infancia y juventud. Ahí tendrían que haber estado con pleno derecho Mujercitas, Corazón, Tintín, Guillermo Brown, Tom Sawyer, todos los clásicos de Historias Selección, todos los de Enid Blyton. En fin, esa pequeña biblioteca seleccionada sin criterio literario o con un sólido criterio: los libros han de ir directos de los ojos al corazón, de los ojos a la risa, de los ojos al miedo. Hace ya algunos años, dieciséis (qué vértigo), comencé a escribir unos libros que, sin haberlo yo previsto (aunque haya quien sostenga que fue un "producto" malignamente pergeñado para ser un best seller), llegaron a ser popularísimos entre el público infantil. Yo lo vivía con alegría, pero también con cierto complejo, por aquello de haber entrado al templo por la puerta de atrás. Recuerdo el día en que acabé el primer libro: con la emoción del trabajo recién terminado, me eché a la calle; andaba por la Gran Vía cuando me encontré al novelista Eduardo Mendicutti. Nos tomamos un café. Él me dijo que acababa de terminar una novela. Yo no me atreví a decirle que me encontraba en la misma situación. En realidad, estuve conteniendo tontamente todas mis emociones durante muchos años. La emoción de tener de pronto tantos lectores, tan atentos, tan sinceros, tan entregados, tan bulliciosos. La emoción de las colas de niños esperando una firma o el recibimiento en algunos colegios. La emoción de recibir cartas dirigidas al personaje que yo había creado, como si yo no fuera más que una mera transcriptora de sus aventuras. Esa contención se debía, por qué no confesarlo, al complejo de haber entrado a la literatura por la puerta de servicio. No era yo la que generaba espontáneamente ese complejo, en esto te ayudan activamente la condescendencia del mundillo cultural. Recuerdo al político Carod Rovira preguntar: ¿quién es esta señora, aparte de la autora de un personaje que vive en un barrio de Madrid? Los recuerdos de aquellos días manolitescos me vienen con una mezcla de melancolía y felicidad. En los últimos tiempos me llegan más cartas que nunca de jóvenes universitarios que se hicieron lectores con mis aventuras. El cariño con el que me agradecen aquellos buenos ratos de su infancia me conmueve. Algunos de ellos me han seguido en todas las edades de su vida, lo que significa que (ésta es la parte que escuece) me hacen mayor. Algunos me conocieron directamente por los libros, otros me conocieron a través del Pequeño País, en donde cada domingo escribí, y Emilio Urberuaga ilustró, una novela por capítulos. Fue también mi estreno en el periódico, así que cómo no ponerse un poco triste con el cierre de aquel cuadernillo. Para los que no tienen hijos, su falta ha pasado desapercibida; para los que los tenemos ya mayores, también un poco: vas haciéndote más ignorante en materia de tebeos, ilustradores o cuentos. Pero eso no quiere decir que nos olvidemos de la ilusión con que desbrozábamos el periódico y le dábamos al niño su sección. Mi hijo y yo, por estos días primaverales, lo leíamos al solete, en un banco de la calle. Si cuando sea mayor, por la razón que fuera, le preguntaran en algún suplemento cultural cuáles fueron las lecturas más importantes de su vida y no se acuerda del cuadernillo que dirigía (con mano firme) nuestra Ana Bermejo, es que no tiene vergüenza. Sí, sí, él deberá acordarse del pequeño Nicolás, de Matilda, de Tintín, de todos los Zipizapes, Superlópez, del Marsupilami, de lo bueno y de lo malo, de su pequeña librería sin criterio literario, de esos libros que van de los ojos al corazón. Hoy, al fin, expreso mi emoción, aunque sea con la triste excusa de un obituario: entré, con otros, por la puerta de atrás; trabajé, con otros, en el Pequeño País, pero qué grandes nos hemos hecho en el recuerdo de aquellos nuestros pequeños lectores.
Durante años contuve tontamente todas mis emociones. Como la de ver a los niños en fila esperando una firma
Algunos me han seguido en todas las edades de su vida, lo que significa que (ésta es la parte que escuece) me hacen mayor
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