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Tribuna
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¿Un nuevo pacto para Europa?

Si no existiera la Unión Europea, ante la gravedad de la crisis y la magnitud de los retos globales que enfrentamos, seguramente habría muchos responsables políticos tratando de crear ese espacio público compartido para enfrentarlos con más eficacia. Sin embargo, disponemos del instrumento y lo vemos con creciente escepticismo y renacionalización de las políticas.

La necesidad del espacio de la Unión y de pactos entre todos los agentes sería más evidente si asumiéramos la magnitud del desafío que tenemos por delante con todas sus implicaciones: económico-financieras, de sostenibilidad de nuestro modelo de cohesión social, energéticas y de cambio climático. En realidad deberíamos encarar esta situación como si nuestra sociedad y nuestro aparato productivo estuvieran ante una emergencia global. Algo como una guerra incruenta que tenemos que ganar, movilizando nuestras energías contra el cambio climático, contra el paro, el hambre y la enfermedad, con los instrumentos de la sociedad del conocimiento, de la investigación, el desarrollo y la innovación en todos los campos.

Si no existiera la UE habría que inventarla, porque no hay recetas nacionales para retos globales
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Sin embargo, temo que ni la percepción de los actores es ésta ni el estado de ánimo tampoco. Hay, sin duda una grave preocupación ante la crisis y temor e incertidumbre por los efectos para amplias capas de la población. Pero seguimos insistiendo en nuestras peleas en escenarios locales nacionales, ni siquiera europeos, a la búsqueda de los chivos expiatorios sobre los que cargar responsabilidades por el paro, la pérdida de renta, la dificultad de pago de las deudas de familias y empresas.

Por mucho que se insista en la dimensión global de los desafíos, esta persistente ceguera domina nuestros debates nacionales y los medios de comunicación. Por eso, la principal tarea es explicar lo que pasa a la opinión pública, su dimensión en lo global, en lo regional europeo y en cada una de nuestras naciones. Sería un paso adelante que las campañas para los próximos comicios al Parlamento Europeo fueran explicativas y con propuestas para enfrentar la crisis, en lugar de campañas de descalificaciones y consignas arbitristas.

Es cierto que hay que aprovechar y utilizar todos los márgenes disponibles en cada lugar para minimizar las peores consecuencias de esta crisis mundial, pero es inútil creer o confiar en que tenemos recetas locales autónomas para resolver desafíos que son globales. Es cierto que podemos actuar en cada país sobre el fondo de reformas estructurales que nos preparen para un futuro que va a ser diferente a partir de esta crisis. Sistemas educativos y de formación de capital humano, relaciones industriales sobre bases nuevas, políticas que corrijan la deriva demográfica, cambios de fondo en las políticas energéticas

desde la producción hasta la distribución y el consumo.

Pero es imprescindible una política de la Unión Europea como espacio público compartido, concertada con Estados Unidos y con otros actores internacionales como los reunidos en el G-20.

Como no es éste el enfoque, la confusión aumenta y se residencia cada día más en los políticos locales, sean del color que sean, las responsabilidades sobre lo que está ocurriendo, olvidando que ha sido la ausencia de una normativa aplicable global y localmente, lo que está en origen de esta gran burbuja financiera que nos ahoga con su implosión. Enfrentamos una crisis de gobernanza global sin instrumentos para corregirla.

La convicción dominante durante años de que el mercado se autorregulaba a través de su "mano invisible" apartó a la política de su función reguladora como un estorbo para el crecimiento, con la misma fuerza que ahora se exige a los políticos que reparen el desastre. Ya no hay más responsables que los Gobiernos de turno. Ya se habla poco de los autores del desaguisado y menos de las causas profundas que nos han llevado a esta situación. Sólo queda la exigencia de responsabilidad a los Gobiernos, la búsqueda irracional de chivos expiatorios en el ámbito en el que no estaban esos responsables, en el de la política.

El mundo ya cambió y nosotros no. La crisis pone de manifiesto la existencia de un antes y un después que se viene gestando desde hace más de dos décadas, con la revolución tecnológica y la caída del muro de Berlín.

No es racional ni sostenible un sistema financiero que funciona con todas las tecnologías de la sociedad de información, creando productos sin bases reales, sin contabilidad, en un mercado mundial interconectado y permanente que no tiene reglas ni, por tanto, previsibilidad o control. Sus flujos han sido diez veces más que los de la economía real o el comercio.

No es racional ni sostenible el modelo productivo basado en el consumo masivo de energías no renovables que nos abocan a una crisis de oferta inevitable y que aceleran el cambio climático hasta lo irreversible.

No es racional ni sostenible una distribución del ingreso tan desigual entre los seres humanos, más allá de la incorporación en esos años de una parte considerable de la humanidad al consumo, porque estallarán los conflictos, ahora agudizados por el incremento de la pobreza y la marginalidad.

La Unión Europea como tal y los países que la componen tienen que hacer un esfuerzo, acompañado de acuerdos sociales, económicos y políticos con todos los actores. Para incrementar las medidas anticíclicas, que rescaten y saneen el sistema financiero, capitalizándolo, y que aumenten la inversión pública generadora de empleo, porque la recesión sigue profundizándose y pocas áreas económicas tienen márgenes para cambiar la tendencia. Tiene razón Obama cuando pide ese esfuerzo mayor y coordinado.

Para revisar ya la Agenda de Lisboa, activando negociaciones para un pacto por la productividad y la competitividad en la economía global. Con políticas que mejoren en capital humano y orienten la formación hacia más y mejor investigación, desarrollo e innovación. Y ese pacto para avanzar hacia el frustrado objetivo de la Agenda de convertir a Europa en potencia económica y tecnológica de primer orden debe ir ligado al modelo de cohesión social que deseamos preservar y que debemos poder financiar sosteniblemente con una estructura productiva para el siglo XXI.

Para desarrollar una política energética nueva, que aumente nuestra autonomía y seguridad, mejore la eficiencia y cumpla los objetivos de aumentar la participación de las energías limpias y renovables, hasta producir un modelo cargado de oportunidades tecnológicas y de empleo, capaz de combatir eficazmente el cambio climático.

Para desarrollar políticas migratorias más allá de la coyuntura en la que se asuma su necesidad, teniendo en cuenta nuestra demografía, se implementen políticas de frontera, de cooperación para el desarrollo de los países emisores y de lucha contra el tráfico de personas.

Para conseguir estos objetivos necesitamos una política exterior y de seguridad que nos haga relevantes ante el mundo y contribuya a luchar contra el crimen organizado, el terrorismo internacional y las situaciones de conflicto.

El nuevo Parlamento Europeo y las demás instituciones que se habrán de renovar tienen la oportunidad de impulsar estas políticas y superar la desconfianza y el distanciamiento de los ciudadanos de la Unión.

Felipe González es ex presidente del Gobierno español.

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