Laberinto de Madrid
El Museo de la Ciudad es casi tan alegre como un tanatorio, sin flores y sin deudos apenados, una luz tenue y amarillenta deja vislumbrar el faraónico y desolado vestíbulo guardado por una empleada de seguridad de procedencia eslava que invita a depositar los objetos metálicos en una bandeja antes de pasar por el arco. Es la única persona a la vista, centinela y guía forzosa del solitario mausoleo que señala con el dedo a los visitantes el camino hacia la primera planta, o a los lavabos de la planta baja. Aunque no haya necesidad perentoria, es recomendable la visita a los servicios para no perderse la fantasmagórica galería que amontona en un rincón del atrio los retratos de los que fueron alcaldes de Madrid, como otros tantos espectros. Grises moquetas funerarias, mármoles y metales fríos. En el centro del vestíbulo, un túmulo colosal funciona como panel anunciador de la exposición fotográfica del primer piso, único, y suficiente, motivo para acercarse al desolado museo en esta tarde caprichosa, sol y lluvia, sombra y luz, de la engañosa primavera madrileña. En el catafalco, un melancólico Pío Baroja pasea bajo su boina entre los árboles otoñales del parque del Retiro, acordes con su enfurruñado ánimo, con su amargura y con su escepticismo...
Navia levanta el hojaldre de los tejados y entabla jugoso diálogo entre las piedras y las letras
"Sólo en otoño está Madrid en su ser". La frase de Azaña introduce al visitante en el espacio reservado de Un Madrid literario, la muestra comisariada, si me permiten el palabro, por el sabio Publio López Mondéjar, que aúna viejas y eternas fotografías del viejo y eterno Madrid con nuevas imágenes, destinadas a la perpetuidad, del fotógrafo José Manuel Navia, que ha buceado con su lente en las turbias y legamosas aguas de un Madrid contemporáneo e intemporal y ha rescatado de las profundidades los ecos que aún resuenan por las esquinas y las tabernas, en plazas y plazuelas, callejones y avenidas, jardines y tapiales, palacios y chabolas. La voz y la palabra, la prosa elegante y el docto discurso del poeta y narrador José Manuel Caballero Bonald, trazan la biografía literaria de Madrid en el libro-catálogo de la exposición.
Esta penumbra que flota entre los paneles que acotan la muestra no tiene nada de fúnebre, concentra y reaviva, revela, ante los ojos del visitante, un paisaje urbano animado por anónimos transeúntes de ayer y de hoy. En el contraluz, los espectadores se tornan sombras de las sombras que pueblan algunas de las fotos hipnóticas de Navia, sus siluetas se funden y confunden con las viñetas de una crónica alumbrada por la sobria y personalísima gama cromática del artista, cálida y teñida "por una luz sugestiva y crepuscular", luz del pasado, según don Pío Baroja, luz perpetua en las iluminaciones contemporáneas del fotógrafo empecinado en atrapar, con paciencia y perseverancia, los rastros del ayer y encadenarlos, sin grilletes, al paisaje de hoy y al vislumbre del mañana. En el audiovisual de la exposición, José Manuel Navia niega que la fotografía refleje la realidad; refleja -dice- la realidad del fotógrafo. Una realidad visionaria y poliédrica, fragmentos que encajan como en un ilustrado rompecabezas para componer una imagen de la ciudad que se escapa, que huye de los ojos del ajetreado ciudadano y del turista deslumbrado. Palacios y covachas, tabernas y cafés, monumentos y ruinas, escenas de una cotidianidad huidiza, viejos comercios, talleres y despachos, cielos dramáticos y vistas a ras de suelo. Como el Diablo Cojuelo, José Manuel Navia levanta el hojaldre de los tejados, pardos y rojizos de la ciudad, y desciende de las cúpulas a las aceras para entablar jugoso diálogo entre las piedras y las letras. En las fotos antiguas, la memoria de los autores que iluminaron Madrid con sus relatos, palabras que acompañan y guían a los visitantes de esta reveladora colección de imágenes que desbrozan ese "laberinto de memorias" que es Madrid, como gusta decir Publio López Mondéjar, comisario, propiciador de este coloquio, imprescindible quizás para reconciliarse con la ciudad de nuestros anhelos y desvelos.
Vélez de Guevara, Cervantes y Quevedo, Larra y Galdós, Machado y Valle, Baroja, Arturo Barea y Corpus Barga, Sender y Azorín, Cansinos Assens y Ramón Gómez de la Serna, Luis Martín-Santos y Juan Benet, Sánchez Ostiz, Araújo Costa, Muñoz Molina... guían con sus señales el itinerario de este mapa de la memoria, de ese Madrid que aún pervive, de ese Madrid en el que nos gustaría vivir a José Manuel Navia, a mí, y seguramente a ustedes.
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