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Elogio y defensa de los chiringuitos

Desde el Cabo de Rosas hasta la frontera con Portugal, nuestro país dispone de más de mil kilómetros de costa y playa y muy pocos espacios naturales. Nuestra oferta turística es la naturaleza y el clima. Representa una partida muy importante de muestro producto interior bruto. Mientras se mantenga la estructura económica de nuestros consumidores de espacios de ocio y descanso todavía podemos competir en el mercado de las vacaciones en situación ventajosa.

Cuando ya casi todo el espacio disponible estaba cubierto de cemento se reaccionó con una Ley de Costas de 1988 que pretende proteger espacios y elementos naturales frente a las perjudiciales consecuencias derivadas de obras e instalaciones. Nada que objetar.

Contribuyen a los ingresos por turismo y crean puestos de trabajo, ¿qué grave delito han cometido?

¿Pero queda algo que proteger? Poco o nada. La realidad es descorazonadora y ha servido para alentar a los infractores. Teníamos un patrimonio que hemos malversado con el aplauso unánime y la entrega entusiástica de los complacientes siervos de los depredadores.

En todo caso, ¿existe voluntad de realizar ineludibles, legales y exigibles demoliciones? Parece que no. Cientos de miles de plazas hoteleras y segundas residencias tienen una sentencia firme de derribo sin que nadie tome la más mínima iniciativa para que se cumplan. Habrá que indemnizar a los terceros de buena fe si es que se demuestra su virginal inocencia. La legalidad se ha convertido así en un vacío patético que simboliza la impotencia de las reglas ante la desvergüenza de los poderosos e impunes.

Pero quedan los chiringuitos como hispánico muestrario de nuestras costumbres de ocio y gustos culinarios. En ellos se podía reposar con una caña o un tinto de verano, jugar al dominó y al mus y ofrecer manjares exclusivos de la vera del mar, además de nuestra universal paella regada con sangría y limón.

Espero que los custodios de las normas sean algo más que unos mecánicos lectores y sepan que la ley sin la razón es el súmmum de la injusticia. No hace falta ser ingeniero o arquitecto para saber que los chiringuitos ocupan unos metros cuadrados de playa. Es necesario reflexionar antes de tomar decisiones al pie de la letra.

Salvando los escasos recintos naturales subsistentes, el resto de las playas mediterráneas españolas, son un pequeño microcosmos. Los chiringuitos están situados en la última línea de playa lindando casi siempre con paseos marítimos desde los que se accede a sus recintos, en los que familias enteras sueltan a sus niños con una cierta tranquilidad salvándolos de los ciclistas alocados y de los residuos digestivos de perros mimados por sus dueños.

Creo que no hace falta ser un experto en ecosistemas para comprobar que en invierno sobra playa y que en verano esas lindes sufren altísimas temperaturas que las hacen inhabitables. Hasta que se instalaron las pasarelas, pisar la arena en pleno mes de julio o agosto producía quemaduras de una cierta intensidad en las plantas de los pies. Todos hemos proferido más de una blasfemia al entrar en contacto con ese espacio al parecer tan agredido por los chiringuitos.

El único espacio habitable es, pues, su sombra acogedora que te ofrece la posibilidad de aislarte o integrarte, según tus gustos y días, con gente que quiere compartir la buena mesa y la fresca bebida, y con la posibilidad, si te apetece, de abrirte paso hasta el mar saltando por encima de los que racionalmente han buscado la proximidad del agua como único espacio vivible.

Los chiringuitos deben cumplir determinadas normas de distancias, alineamientos y saneamientos que la mayoría de sus dueños son los primeros en cuidar con esmero. Generan 50.000 puestos de trabajo directo, más los refuerzos veraniegos y los suministros inducidos. Y entretanto, las arcas de los Ayuntamientos se benefician de los impuestos, los ciudadanos disfrutamos de sus espacios y los bañistas no se ven privados del mar.

Hay mucha tarea por delante, no nos obcequemos con los chiringuitos, dejémosles en paz, siempre que sean un espacio de encuentro placentero que no perjudiquen los intereses generales y las zonas de uso colectivo. Lo lamentable es que su subsistencia, en este raro y trasnochado país, se haya convertido en una opción ideológica de derechas o izquierdas.

Resulta demoledor para el sentido de la justicia contemplar la implacable y eficaz demolición de poblados marineros que llevan más de un siglo en sus asentamientos y el derribo de los chiringuitos, mientras miles de construcciones con sentencia firme de derribo permanecen incólumes.

Si los chiringuitos autorizados no obstaculizan el uso colectivo de la playa, contribuyen a los ingresos por turismo, constituyen espacios de ocio y de descanso y crean puestos de trabajo, ¿qué grave delito han cometido? El problema es real y preocupa a los habitantes de las costas mediterráneas. Pero como Madrid, donde están instalados los medios de comunicación de difusión nacional, no tiene chiringuitos playeros, el debate no existe para esos medios. Ahora bien, si quieren conocer sus dimensiones políticas, sociales y económicas, lean los antaño llamados periódicos de provincias.

José Antonio Martín Pallín es magistrado emérito del Tribunal Supremo.

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