Sin noticias de Dios
Espero que el aluvión de textos que ha propiciado el bicentenario del nacimiento de Darwin no hastíe a los lectores hasta hacerles pensar que este hombre es un tostón. Aunque, en lo personal, puede que sí fuera un poco pelmazo. Un tipo meticuloso, lento, ensimismado; un hombre demasiado deseoso de agradar a todo el mundo y para quien la respetabilidad social era un valor esencial. Pero dentro de esa carcasa de pacata y conservadora probidad, como una perla dentro de su ostra, había una inteligencia colosal que jamás se rendía, una curiosidad libérrima, una honestidad pura como pocas, porque al final la perla acabó por destruir todo lo que la ostra era, y la ostra, aun sabiéndolo, aceptó la inmolación.
Algo de esa dualidad se intuye en su Autobiografía, un librito de un centenar de páginas que el sabio escribió en su vejez y que luego, al ser publicado póstumamente, sufrió una poda radical por parte de la familia. La editorial Laetoli acaba de sacar el texto íntegro y las partes censuradas aparecen en negrita, para refocile del lector. Casi todos los cortes se refieren a las ideas religiosas de Darwin: son unos párrafos muy comedidos sobre la imposibilidad de demostrar racionalmente la existencia de Dios. Con modesta e impecable sensatez, Darwin explica cómo fueron surgiendo sus propias dudas hasta llegar a la pérdida de la fe. "Fui dándome cuenta poco a poco de que el Antiguo Testamento, debido a su versión manifiestamente falsa de la historia del mundo (...) y al hecho de atribuir a Dios los sentimientos de un tirano vengativo, no era más de fiar que los libros sagrados de los hindúes o las creencias de cualquier bárbaro", dice, por ejemplo. Y concluye: "La incredulidad se fue introduciendo subrepticiamente en mí a un ritmo muy lento, pero al final acabó siendo total". Este tipo de reflexiones fue lo que la familia escamoteó. Un esfuerzo inútil, porque, para entonces, Darwin ya se había convertido en una pieza fundamental del deicidio que Occidente acometió en el siglo XIX.
Y no parece que ser uno de los autores de la muerte de Dios le complaciera lo más mínimo, antes al contrario, es algo que ocurrió muy a su pesar. De joven fue un mal estudiante y estuvo a punto de hacerse sacerdote no ya por vocación, sino porque no parecía servir para gran cosa. Desde luego era creyente y además era un muchacho de corazón compasivo. Siempre estuvo fervientemente en contra de la esclavitud, amaba a los animales y abandonó la carrera de Medicina cuando vio operar a un niño sin anestesia. Grandullón, feo y alegre, al Darwin joven sólo le gustaban la geología, la botánica y, sobre todo, los bichos, a ser posible viscosos y rastreros: babosas, gusanos, larvas. Por eso, cuando a los 22 años, en 1831, le ofrecieron la posibilidad de embarcar como naturalista en el Beagle, un barquito de la Marina británica que iba a dar la vuelta al mundo haciendo mediciones geográficas, aceptó encantado. Por aquel entonces la gente, Darwin incluido, creía en el Génesis a pies juntillas: en Adán y Eva, en manzanas y serpientes, en un mundo creado en tan sólo seis días. Todos esperaban que, a lo largo del viaje, Darwin encontrara pruebas geológicas de las verdades bíblicas, pero sucedió que el concienzudo joven descubrió justo lo contrario: las tierras no sólo no habían sido inundadas por el Diluvio, sino que Suramérica se había elevado sobre el nivel del mar; los animales no habían sido todos creados desde el principio, sino que hubo una fauna ancestral de dinosaurios... Y así sucesivamente. En 1836, tras cinco años de viajar en el Beagle, Darwin regresó sin noticias de Dios.
Ya debía de saberlo al volver. Ya debía de tener la idea en la cabeza. Pero tardó veinte años en digerirlo. Veinte años en atreverse a hacer pública una idea aterradora: que el mundo era absurdo e insensato. Durante ese tiempo, se dedicó a desarrollar su teoría. En secreto y con cuadernos clandestinos. En 1847 escribió en una carta: "Estoy casi convencido de que las especies no son (es como confesar un asesinato) inmutables". Tenía razón: estaba asesinando todo aquello en lo que había creído. De hecho, a este hombre dulce y algo pusilánime le costaba tanto soltar su terrible verdad que sólo se decidió a hacerlo en 1859, cuando se enteró de que un joven científico llamado Wallace iba a publicar algo muy parecido. Y, como él temía, se organizó un escándalo.
La Autobiografía habla un poco de todo esto. Es un librito amable y modesto, un relato de abuelo. Darwin tenía 67 años cuando lo escribió; hoy, con esa edad, Mick Jagger llena estadios, pero él estaba enfermo y se sentía viejo. Este texto encantador tiene un toque levemente absurdo, como cuando se enorgullece de su sosegada pasión por los cirrípedos, a los que dedicó diez años de estudios. Los cirrípedos son los percebes. Si ustedes pueden imaginar a un hombre que ama a los percebes, creo que pueden hacerse una idea de cómo era Darwin. El último capítulo lleva el conmovedor y algo hilarante título 'Valoración de mis capacidades mentales'. Y eso es lo que hace, valorar su mente como quien disecciona un escarabajo. Es un libro sorprendentemente pequeño para un hombre tan grande.
Si la Autobiografía es una obra de vejez, el maravilloso Viaje de un naturalista alrededor del mundo es un texto de juventud. No se lo pierdan: exuda vitalidad y es, en gran medida, un libro de aventuras formidable, con terremotos, bandoleros y caníbales. Pero también es una obra aterradora llena de dolor y empapada de sangre en la que Darwin, espantado, habla de los esclavos torturados en Brasil o del atroz genocidio de los indios a manos del general argentino Rosas. Esas bárbaras matanzas de adultos y de niños que él contempló también tuvieron que retumbar en su mente y en su bondadoso corazón. También debieron influir en su pérdida de fe. Cuando el horror triunfa, es difícil creer que Dios existe.
Autobiografía. Charles Darwin. Laetoli, 2009. 127 páginas, 12,88 euros. Viaje de un naturalista alrededor del mundo. Charles Darwin, Miraguano, 2003. 468 páginas. 24 euros.
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