Miguel Logroño, periodista todoterreno y crítico de arte
En el viejo edificio del diario Madrid, en aquel "escorialito de General Pardiñas" que empezaba a despertar después de muchos años de letargo (para acabar definitivamente callado en l971), conocí a Miguel Logroño hace más o menos cuarenta años. Más bien más que menos. Él venía de La Gaceta Ilustrada y era un aragonés grande y serio, de pocas palabras, muchas lecturas, timidez enfermiza y aparente adustez que encubría una sensibilidad exquisita. Compartíamos, en aquella entrañable, caótica y casi decimonónica redacción, inimaginable para los periodistas de ahora mismo, compartíamos, repito, varias cosas: un pequeño despacho, un gran ventanal y la pertenencia a algo que los jefes llamaban task force y de lo que desconocíamos hasta el significado (... enseguida comprendimos que se trataba de los reporteros todoterreno de siempre). Y así, a golpe de bromas sobre aquellas fuerzas de choque a las que tan remiso se mostraba, y al hilo de las conversaciones sobre Cortázar o Carpentier, o el Bomarzo que adoraba, fue apareciendo un personaje que nada tenía que ver con la primera impresión: un observador al que nada se le escapaba, ferozmente lúcido y con un sentido del humor tan agudo como implacable. Sobre todo consigo mismo.
Poco a poco, con esos hilos y el juego del futbolín en un bar cercano, fuimos enhebrando una amistad verdadera que incluyó, por ejemplo, una serie de grandes entrevistas que firmábamos al alimón, y muchos cafés y muchas bromas, pero también algunos disgustos. Porque aquella redacción joven y entusiasta del Madrid, dispuesta a luchar por las libertades sin mirar los costes personales (primer cierre de cuatro meses en el 68; segundo y definitivo en el 71), lindando siempre con una situación de riesgo, no estaba diseñada para una personalidad pausada y reflexiva como la suya. Pero la lealtad de Miguel y su integridad moral le hacían reírse de sus miedos y sobreponerse a ellos a golpe de ironía. Como sólo lo consiguen los verdaderos valientes.
Hasta que llegó el cerrojazo y salimos todos centrifugados hacia distintos destinos, con peor o mejor suerte. Miguel entró a trabajar en Blanco y Negro y allí permaneció hasta que la salida de Diario 16, en el 76, volvió a reunirnos. Entonces inició su etapa de crítico de arte que tantas satisfacciones le proporcionó, y de la que tantos artistas, galeristas e integrantes del mundo del arte pueden dar cumplida cuenta. Creó el Salón de los 16 y durante años, a él se dedicó en cuerpo y alma. Toda una generación de artistas que entonces se iniciaba, y que hoy conocen el éxito internacional, pueden dar fe de su generosidad, de su intuición y de su profundo conocimiento del arte. Fue una etapa feliz, la más plena de su vida profesional. Hasta que terminó. Luego, paulatinamente, se fue alejando de los focos. Colaboró activamente en la creación de la Biblioteca del Reina Sofía, pero, poco a poco, acabó encapsulado en un microcosmos con sus libros, sus cuadros, su música y sus propios textos. Al margen de lo que llamamos realidad. Gracias a José María Lafuente, un empresario sui géneris, amante del arte, y tutor de su legado, su colección se presentó hace un tiempo en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Fue una de sus últimas salidas a la luz pública.
Miguel Logroño (Alcalá de Ebro, Zaragoza) falleció en Madrid el pasado 20 de abril, a los 72 años. Descanse en paz.
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