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Columna
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Pruebas de actitud

Hace unas semanas se hizo público un estudio_ realizado por la Universidad de Valencia, en colaboración con la Confederación Nacional de Autoescuelas y la compañía de seguros Zürich_ según el cual el 96,5% de los conductores españoles suspendería el examen teórico del permiso si hoy tuviera que volverlo a pasar. Se trata desde luego de una proporción abrumadora, donde se incluyen prácticamente todos los conductores, es decir, también muchísimos de los más atentos o comprometidos con la seguridad vial, de ésos que no sólo no han perdido puntos sino que han ganado alguno desde la instauración del sistema; ésos a los que el seguro reduce o no incrementa la cuota por su inmaculado historial de accidentes.

De ahí que pueda pensarse que el citado estudio, más que poner en entredicho a los conductores, lo que pone en cuestión o al menos en seria interrogación es al examen mismo. Porque parece evidente que algo obsoleto o desfasado debe de estar el test si nadie, ni siquiera los conductores más aplicados, es capaz de contestarlo como es debido; y sobre todo, si esa ignorancia teórica de casi todo el mundo no impide que las cosas del tráfico vayan a mejor, que en nuestras carreteras el número de siniestros mortales tienda significativa y afortunadamente a la baja (esta Semana Santa la cifra ha caído un 27% con respecto al año pasado), aunque menos muertos de tráfico sigan siendo demasiados muertos. El citado estudio invita a pensar que el actual examen de conducir necesita a su vez ser examinado, que debe desprenderse de algunas preguntas teóricas que, según se aprecia, resultan poco relevantes, e incorporar otras interrogaciones, nuevos parámetros de evaluación más subjetivos y sutiles.

Porque, sobre la base adquirida de un cierto nivel teórico imprescindible, la seguridad vial no depende tanto de los conocimientos de los conductores como de su actitud. Quien bebe y luego se pone al volante; quien desafía y/o sortea a los peatones en los pasos de cebra; quien adelanta en línea continua, multiplica la velocidad permitida o conduce zigzagueando a centímetros del coche que tiene delante, quien hace ésas u otras barbaridades semejantes no actúa por ignorancia de las normas de tráfico sino por desprecio o absoluta dejadez de otra clase de reglas y principios: los del civismo, la ética de las relaciones sociales, la más básica consideración por el valor de la vida de los demás y la propia.

A manejar un coche se aprende pronto, también a orientarse debidamente en el código de la circulación; ninguna de las dos cosas exige talentos especiales ni esfuerzos extraordinarios. Saber conducirse en la carretera, al mando de una máquina potencialmente letal, forma parte de un programa educativo mucho más complejo y responsable. Los exámenes de conducir deberían no sólo tenerlo en cuenta sino subrayarlo, centrar sus exigencias en el factor humano, volverse determinantes pruebas de actitud.

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