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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

Reediciones de la belleza

Carlos Boyero

Afirmaba un poeta que sólo de lo perdido canta el hombre, sólo de su ausencia. Esa certidumbre es maximalista pero también es muy elevado su porcentaje de exactitud. Personalmente, el arte que más me emociona pertenece al pasado, ha marcado épocas convulsas de mi existencia, ha servido de consuelo y de oasis, mantiene íntegro su poder de hipnosis y de belleza a través del tiempo. Me ocurre particularmente con la música. Tuve la suerte de vivir en los sesenta y en los setenta sus inmarchitables décadas de oro, poblada por clásicos que te van a acompañar toda la vida. Esa convicción puede pecar de conservadora, pero es real. Llevo montones de años sin ansia de novedades, decepcionado la mayoría de las veces cuando me obligo a escuchar a músicos del aquí y ahora con referencias y etiqueta de presunta genialidad. Y me quedo como un témpano, incapaz pero en absoluto preocupado por no pillar las esencias de esos músicos que alborotan el corazón de tanta gente joven.

Qué dicha escuchar a Bill Evans y Coltrane a las ordenes de Miles Davis en un disco que se oirá con idéntico placer dentro de mil años
Van Morrison da lo justo, nos obliga a retroceder a las viejas maravillas si queremos saber algo de su desgarrada alma y de su arte volcánico

Todos los que me siguen regalando éxtasis, haciéndome feliz o actuando como insuperable complemento para lamerme las heridas superan los sesenta años o están muertos. Sólo siento entusiasmo y los maravillosos nervios de la espera cuando tengo noticias de que los amados dinosaurios van a sacar nuevo disco o anuncian una gira. Y esa fidelidad será eterna aunque frecuentemente eches pestes del desgaste o la comodidad que exhiben tus juglares ancestrales. Nunca imaginé que la voz de Van Morrison serviría algún día para ambientar el hilo musical de los ascensores y de los hoteles. Y hace mucho tiempo que en sus conciertos ya no escuchamos el rugido del machacado león, ni se inventa en sus últimas entregas canciones prodigiosas e intemporales, ni le acompañan bandas legendarias. El muy cabrón sólo da lo justo, se sabe popular y requerido, nos obliga a retroceder a las viejas maravillas si queremos saber algo de su desgarrada alma y de su arte volcánico. Pero ahí están para seguir curando todos los males los dos discos dobles más imprescindibles que he escuchado nunca (junto al Blonde on blonde de Dylan) como son I can't stop loving you y A night in San Francisco, o esos tres iconos más allá del bien y del mal titulados Astral weeks, Moondance y Veedon fleece, obras maestras que nos llevaríamos a una isla desierta todos los Robinsones urbanos que sabemos que nunca han existido las islas desiertas.

El cowboy malhumorado de Belfast (vi la casa en la que nació, era normal) jamás ha respondido a las despreciables peticiones del oyente, es muy suyo, y consecuentemente aparcó en sus recitales las canciones de Astral weeks. Pero por cuestiones de derechos discográficos, por la pasta, o porque le ha salido de los genitales, ha vuelto a interpretar Astral weeks. Grabándolo en directo (Live at the Hollywood bowl), acompañado de algunos de los ilustres músicos que le secundaban en el momento de su creación. Y es maravilloso que Van Morrison nos vuelva a hablar con incomparable sentimiento y magnetismo de la evocadora avenida del Ciprés y del desolado travesti Madame George.

Más resurrecciones impagables. Lou Reed, empeñado en enterrar a los que andaban hechos polvo en Berlín, los hombres de buena fortuna y los hombres sin ella, la canción definitivamente triste, los caprichos de Caroline, los niños perdidos, la devastación física y emocional, la droga como forma de vida y de muerte, ha vuelto a cantar Berlin. Y el largamente ausente Leonard Cohen, el para mí incomprensible budista, el más elegante, el más seductor, el más profundo, el más cínico, el más poeta, el que sólo necesita el susurro para enamorar, vuelve a contarnos en Live in London que hay que bailar hasta el final del amor, que sólo podrán salvarse los hombres que se estaban hundiendo, que primero tomaremos Manhattan y después Berlín.

Más celebraciones. Ésta, a lo grande. Evocando el cincuentenario del inmejorable Kind of blue, nos ofrecen a los incurables adictos un pack que incluye el mágico sonido del vinilo, el metalizado y vulgar del compact y otro con las grabaciones que se desecharon incluida una versión de 18 minutos de So what, un libro espléndido sobre la gestación de aquel milagro y un DVD en el que los que saben de lo que hablan describen con fascinación su descubrimiento de esa cumbre del estilo, de la sensualidad, de la inspiración, de ese estado de gracia en el que todo es armonía, ritmo, atmósfera, sabiduría y perfección. Qué dicha escuchar el misterioso y hermosísimo piano de Bill Evans y el inimitable sonido del saxo de Coltrane, poniéndose a las ordenes de Miles Davis, el fulano que declaraba con legítima arrogancia haber revolucionado varias veces la historia de la música, para crear un disco que se oirá con idéntico placer dentro de mil años.

Pienso en el gozoso retorno de la gran música al tropezarme en Amsterdam con una imagen y una placa en la fachada de un hotel. Le rinde tributo a un huésped permanente que se llamaba Chet Baker. Imagino que fue aquí donde ese yonqui desdentado y abismal decidió saltar por la ventana. O le lanzaron sus hastiados camellos. ¿Qué más da ya? Y recuerdo el gemido de su trompeta y su devastador hilo de voz en los últimos discos. Y recuerdas con emoción lo que te donó este fulano tenazmente autodestruido. Y te afirmas en que todos los mejores son viejos o la han palmado. Y que su obra seguirá chorreando siempre vida.

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