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Columna
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Palo judicial a las Cortes

Con cuatro años de retraso el Tribunal Constitucional acaba de vapulear a las Corts valencianas gobernadas o mangoneadas -términos sinónimos para el caso- por PP. El correctivo, como sin duda le consta al lector, se razona sin ambages en una sentencia que fulmina la arbitrariedad con que la Mesa, expresión dócil del partido hegemónico en la Cámara, ha rechazado cientos de iniciativas de la oposición sin otro fundamento que su interés partidario, pero ninguna "motivación expresa, suficiente y adecuada" que es lo requerido según establece la mentada resolución. O sea, que no es de recibo -por poner un ejemplo- desestimar preguntas de los diputados opositores bajo el pretexto de que en ellas se emplea la expresión País Valenciano, o que afectan a personas "sin trascendencia pública", o porque, sin más trámite, van directo a la papelera.

Este fallo, el primero que se produce de ésta índole, no va a enmendar la situación recurrida en 2005 por el portavoz y representantes de EU-L'Entesa, pero nos autoriza a suponer que puede acotar en adelante esa holgada discrecionalidad con la que el Gobierno, mediante la obsecuente y a menudo inane Mesa de las Cortes, ha venido eludiendo o entorpeciendo el control parlamentario, negando cantidades ingentes de información y, en suma, pasándose por la entrepierna los preceptos estatutarios que le obligan a facilitarla. Por lo pronto, y eso ya es operativo, se ha sentado un precedente que rearma a la oposición para inquirir y escudriñar las parcelas de la Administración que con tanto celo y descaro esconde este Consell. El caso Gürtel, últimamente, pero también Cacsa, Ciegsa, Terra Mítica y una larga lista de asuntos escandalosamente opacos.

El primer beneficiario de esta presunta transparencia será sin duda el vecindario teóricamente soberano, los ciudadanos, pero tanto o más la misma institución que nos representa, las Cortes, que desgraciadamente no goza del mejor crédito. Resulta excesivo y aflictivo que en el ámbito mediático sea reputada como el melonar, en alusión a los mermados talentos y aptitudes oratorias de los señores diputados, o que sumariamente se considere como un destino político bien retribuido para individuos que, en su inmensa mayoría, solo van a calentar silla, o ni siquiera acuden, cual es el caso egregio de la alcaldesa de Valencia.

Unas maledicencias que no resisten el menor análisis, pues lo bien cierto es que la labor parlamentaria requiere una gran dedicación -que se agudiza en los grupos minoritarios, obligados a decir misa y tocar la campana por sus múltiples y simultáneas tareas-, agravada por la temporalidad, aunque algunas señorías encallezcan en el escaño, y que en realidad su retribución y aparentes ventajas materiales no resistan la comparación con otros muchos estamentos profesionales y administrativos mejor pagados y menos exigidos. Verdad es que a nadie obligan a inmolarse en este oficio transitorio tan expuesto a la fiscalización y crítica, que no debe faltar, pero que también debe ser ponderada para que resulte eficaz además de justa.

Una crítica justa en este momento es, por ejemplo, constatar que la depredación padecida por la Cámara desde que el PP la controla mediante los presidentes de este cuño que se han sucedido -los inefables Julio de España y Milagrosa Martínez- la han convertido en una mera prolongación tan dócil del Ejecutivo que ha merecido la condena que glosamos.

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