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Columna
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Una semana de bondad

Vicente Molina Foix

Aunque de eso hace mucho tiempo, yo también sentí las emociones del cofrade en la Semana Santa, y sé lo que es vestirse de nazareno en tu cuarto, salir a la calle con la cabeza aún descubierta y el capirote en los brazos, llegar a la iglesia, ponértelo, empuñar el cirio, que entonces era todo de cera, sin el alma eléctrica, encender con fuego real su mecha, oír la música marcial a la salida del paso, ajustarte con la mano libre la tela que te cubre la cara para ver bien a la gente de la calle. Y desfilar. Desfilar acompañando a un Cristo atado a la columna o a una Virgen con el corazón traspasado de penas en forma de agujas. Instantes en los que la religiosidad se mezclaba con la curiosidad del voyeur, pues tiene morbo, aparte de penitencia, andar muchos kilómetros de la ciudad mirando a los fieles sin ser visto tú.

El lector de esta obra visual de Ernst no necesita postrarse para llegar al éxtasis

Se daban en mi época caramelos al público, pero a las imágenes sagradas y a sus preciosos tronos no se les ponían lacitos políticos; sólo luces y joyas y devoción.

Ahora que ya no desfilo como penitente y ni siquiera estoy al tanto del calendario y los ritos cristianos, he hecho en estos días de Pasión un recorrido que es seguramente el más espiritual que un laico puede hacer en Madrid. Consiste en acudir, sin hábito ni cíngulo ni cilicios, a un edificio noble del paseo de Recoletos, entrar por su antepatio ajardinado, depositar en un taquillón la mochila o el bolso que lleves y, sin pagar entrada, iniciar un viaje al más allá lleno de sorpresa y vorágine, de sublime invención y humor capcioso. Todo ello se encuentra en lo que para mí supone la más bella y arrebatadora exposición de arte del momento, Max Ernst: une semaine de bonté, abierta en la sede central de la Fundación Mapfre hasta fines de mayo.

Lo curioso de este fulgurante viaje a lo maravilloso es que hace exactamente 73 años ya se realizó en el mismo paseo madrileño donde ahora se exponen los collages originales de Ernst. Fue aquella vez entre marzo y abril sólo, y del conjunto de láminas faltaban cinco, censuradas (habiendo entonces un Gobierno republicano) por el mismo espíritu ultramontano que ahora decide poner símbolos del más rancio nacionalcatolicismo en las procesiones. En las salas del llamado Museo de Arte Moderno, situado en los bajos de la Biblioteca Nacional, fueron mostradas durante la primavera del 36, con insólita celeridad, las estampas de los cinco cuadernos compuestos en el verano de 1933 por el pintor surrealista de origen alemán y publicados al año siguiente. España venía de un retraso secular, en el que, tras el paréntesis o espejismo de la Segunda República, caería de nuevo al ganar Franco la guerra, pero, con amputaciones y todo, las avanzadas y tan influyentes "composiciones suprarrealistas" de Ernst (así se anunciaban) causaron sensación. Hubo polémica en la prensa, asistencia masiva y visitantes ilustres, como un joven falangista, Dionisio Ridruejo, quien, cien días antes de tomar las armas al servicio del fascismo, recorre las salas de Recoletos coincidiendo con conocidos de las dos orillas ideológicas a punto de enfrentarse: Luis Escobar y Vitín Cortezo por un lado, Pablo Neruda con Delia del Carril por el suyo. Ridruejo, que evocaría ese día en sus Memorias, quedó fascinado por los "imantadores objetos surrealistas".

Una semana de bondad, como las otras dos grandes novelas collage de Ernst, se inspira en el folletín gráfico del siglo XIX, al que aplica, con tijera y pegamento, el tratamiento de choque de una escritura plástica en la senda del automatismo surrealista más puro. Los cinco cuadernos expuestos en Mapfre, en un elegante y sugestivo montaje, cuentan una historia a su modo dislocado y deslocalizado, y es aconsejable hacer la visita con tiempo, pues las láminas se van leyendo, en su contundente sutileza gráfica, como páginas de una larga novela por entregas subliminales. Las cinco desaparecidas "por razones especiales" en la muestra de la acera de los pares de Recoletos en 1936 están ahora, por supuesto, expuestas (y debidamente señaladas para el visitante); su blasfemia es, para nuestro temperamento hoy curtido en mayores osadías expresivas, juguetona antes que injuriosa, y no me imagino ni siquiera a monseñor Rouco -caso de que esta semana tuviera tiempo para las vanidades del mundo del arte- saliendo a la calle bajo palio en una de las ya habituales manifestaciones antiprogreso del clero católico español.

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Los cinco capítulos de Una semana de bondad son trepidantes en su siempre rico juego de contrarios, desde los primeros episodios leoninos hasta el agitado final sin desenlace. Pero son las partes centrales, los cuadernos segundo (correspondiente al lunes de la semana), tercero (martes) y cuarto (miércoles), los que más conmueven o remueven: el agua fluctuante por todos los rincones de la conciencia, los animales fantásticos cruzando la raya entre la naturaleza y la monstruosidad, y ese pájaro edípico abriendo con su pico la puerta de un espacio sagrado donde el lector de esta obra puramente visual, una de las grandes novelas del siglo XX, no necesita postrarse ni ponerse cadenas para llegar al éxtasis.

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