El obsceno festín del sufrimiento
El juicio sobre el Yak-42 evidencia que cierto sector, tan enfático en sus proclamas de solidaridad con las víctimas, manifiesta total indiferencia hacia las de este accidente porque no les son útiles políticamente
Si no fuera porque uno se encuentra ya curado de espanto ante el anuncio del inminente estallido de escándalos que finalmente se quedan en nada, experimentaría la tentación de afirmar que con el caso del Yak-42 la derecha de este país se ha encontrado con la horma de su zapato. En efecto, aunque haya pasado un tiempo (y cambiado la legislatura, y con ella en parte la estrategia del Partido Popular, lo que en política hace que parezca que ha transcurrido una era glaciar por entero), convendrá recordar, siquiera sea por un instante, el discurso y el monumental alboroto mediático de acompañamiento planteados hasta las elecciones pasadas por quienes mandaban sobre los que hoy se sientan en el banquillo de los acusados para rendir cuentas por el mencionado caso. Se trataba de un discurso que, apelando en primera instancia a sentimientos como la solidaridad (y la piedad) con las víctimas, atribuía a éstas una aparente centralidad.
A las víctimas de causas perdedoras u obsoletas se les niega incluso la condición de tales
Es posible que el episodio del Yak-42 finalmente apenas desgaste a sus responsables
El filósofo de la historia norteamericano Dominick LaCapra tiene escrito en su libro Escribir la historia, escribir el trauma algo que resultará extremadamente oportuno evocar aquí: "La categoría víctima es en distinta medida una categoría social, política y ética", afirmación que, sin violentar mucho los términos, podría hacerse equivaler a la de que la condición de víctima es siempre interna a un relato. La consideración introduce un elemento de interrupción en lo que discursos como los mencionados querrían plantear en términos de absoluta continuidad. Como si, según éstos, a partir de la constatación del sufrimiento ajeno no cupiera más que una silente reverencia moral.
Pero la manera interesada en que algunos actuaron para precipitar la repatriación de los cuerpos de los soldados fallecidos en aquel accidente aéreo de 2003 en Turquía evidencia algo que, en realidad, nunca debió sorprendernos. De hecho, hace tiempo que estábamos al cabo de la calle. Las víctimas acostumbran a ser presentadas, por parte de quienes las convierten en el eje de su discurso, como víctimas sin más, testimonios vivos del dolor, de la injusticia o de la arbitrariedad, al margen de cualquier consideración ideológica. Cuando, en realidad, son víctimas que pertenecen a alguna causa (de ahí que, en el caso límite, se repita la fórmula "que dieron su vida por...", y en los puntos suspensivos póngase lo que corresponda). No otra es la razón por la que no se presta la misma atención a todas ellas: las que lo fueron en nombre de causas que han caído en desgracia, que han pasado a ser consideradas unánimemente como obsoletas, o no acostumbran a merecer apenas atención o no reciben el mismo tratamiento. Y, así, frente al merecido respeto con el que se suele presentar en los medios de comunicación a los supervivientes de la barbarie nazi, resulta llamativa la manera burlona en la que con enorme frecuencia suelen ser tratados en esos mismos medios los supervivientes, pongamos por caso, del cerco de Stalingrado, a saber, como ridículos comunistas fanáticos, anclados en una simbología, una liturgia y unas convicciones completamente trasnochadas.
¿Equivale lo expuesto hasta aquí a una condena a cualesquiera formas de solidaridad con las víctimas o, formulado a la inversa, una apología de la necesidad de la indiferencia hacia ellas? En absoluto. Más bien pretende constituir una modesta denuncia de su instrumentalización para propósitos particulares nunca explicitados en la plaza pública. Una denuncia que no pretende ser meramente programática o declarativa, sino que aspira a probar las consecuencias prácticas de semejante conducta. Y si es cierto el lugar común -de inspiración difusamente freudiana- según el cual las víctimas de un suceso traumático pueden relacionarse con él o bien a través de la repetición o bien a través de la elaboración (constituyendo esta última la vía adecuada para la superación del trauma), la prueba más contundente de las auténticas intenciones de algunos viene representada por lo que podríamos denominar la compulsión repetitiva inducida, en la que tal repetición no sería el resultado de la desmesura inasumible de la experiencia, sino de la invitación -formulada al traumatizado- a convertirse en una víctima reconocida y unánimemente compadecida.
José María Ridao se ha referido al caso de Marek Edelman, el único de los cinco dirigentes del gueto de Varsovia que logró escapar a su destrucción y que, a pesar de esa condición de superviviente, renunció a que se le contabilizara en la nómina de las víctimas o, menos aún, en la de los mártires, decidiendo dedicarse, al terminar la guerra, a su profesión de médico, lo que le acarreó la incomprensión irritada de sus camaradas. Su decisión liberó a sus próximos de rendir ningún culto, admiración o asentimiento derivados de la magnitud de la heroicidad protagonizada. Pero, añadamos, también lo liberó a él de la condición de héroe-víctima permanente, imposibilitada por la exigencia misma de quienes lo han elevado a esa condición, de superar (y ya no digamos olvidar) su trauma.
El argumento, a menudo farisaico, de que hay que recordar permanentemente determinados sucesos para que no se repitan acaba sirviendo, en cruel paradoja, para que los individuos que los padecieron una vez no alcancen nunca el sosiego ni la paz. La víctima que ejerce en público ese papel se ve impelida a no separarse en lo más mínimo de él, a no ceder ni un milímetro al olvido. Se le regala la condición de inocente absoluto (¿qué se le podría reprochar a quien ha conocido la desmesura del horror?) a cambio de que sea él también una víctima absoluta, por entero y a tiempo completo, adherida en su totalidad a la experiencia que lo dañó.
¡Cuántas entrevistas periodísticas no habremos leído en las que algún superviviente relata cómo, décadas después, continúa teniendo pesadillas a diario en las que regresa a su mente aquel episodio traumático! He aquí el sufrimiento ajeno convertido en obsceno festín moral, en el que -de verdad, de verdad- el alivio de esa persona ni siquiera queda planteado: está ahí para contarnos cuánto padeció, no para liberarse de tan pesada carga. ¿O es que podría una víctima -sin riesgo de verse desposeída públicamente de su condición de tal- declarar que duerme a pierna suelta o que ha dejado definitivamente atrás aquella experiencia que tanto dolor le procuró, habiendo conseguido recuperar la alegría?
Se convertiría en tal caso en una variante particular de víctima inútil. Ya no avalaría la operación que, según Todorov, subyace a tanta evocación interesada. El convencimiento de que la bondad de las conductas ajenas derrama sus beneficios sobre quienes se declaran identificados con ellas no tendría de qué (ni de quién) alimentarse. Y esa fácil solidaridad -basta con proclamar que se está del lado de las víctimas, sin que acreditación alguna de naturaleza práctica sea exigida- quedaría sin objeto. Terminaría la operación perfecta que permite a los solidarizados disfrutar de los beneficios que las víctimas obtienen al ser reconocidas públicamente como tales -en lo sustancial, la señalada atribución de inocencia- sin tener que padecer sus reales perjuicios -el sufrimiento mismo-.
Regreso al principio. Es posible -incluso altamente probable, a la vista de la experiencia de los últimos años- que el lamentable episodio del Yak-42 finalmente desgaste apenas a sus responsables. Pero, en todo caso, valdrá la pena extraer alguna lección de lo sucedido. Si no para evitar que se repitan este tipo de situaciones (me refiero a la desfachatada compaginación de las enfáticas proclamas de solidaridad con las víctimas y el indiferente olvido hacia las que no son útiles para el particular objetivo político), al menos para que no nos vengan de nuevas. Como dijera el poeta italiano Eugenio Montale, "es poco y, sin embargo, es todo". ¡Ah! Y que no se me olvide otra cosa: se equivocarían severamente quienes pensaran que en esta horma sólo cabe el zapato de la derecha.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona Metropolis.
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