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Columna
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El pacto y el paisaje

"Estos carteles, como las pintadas, como los sudarios, sábanas con esotéricos mensajes que orlan de esquina a esquina las bocacalles de nuestros pueblos, son algo que sólo la inclemencias metereológicas se atreven a eliminar". La gente pasa junto a ellos como sin verlos: "Esta invisibilidad defiende los mensajes con la misma eficacia que si junto a sus soportes hubieran colocado la chapa de las torres de alta tensión en donde, bajo la figura de un hombre fulminado por el rayo, se lee: No tocar. Peligro de muerte". Así lo describía Raúl Guerra Garrido en su novela La carta y así lo hemos vivido la mayoría de los ciudadanos vascos durante décadas.

Lo he recordado cuando, en la primera lectura rápida del documento Bases para el cambio democrático que han firmado PSE-EE y PP, mi lápiz ha experimentado un frenesí subrayador precisamente en ese punto, dentro del apartado de la "política en defensa de las libertades y contra el terrorismo": "Compromiso para impedir homenajes a personas o grupos vinculados a la actividad terrorista y eliminación de cualquier simbología o apoyo relativo a la misma de los espacios públicos". Son múltiples los aspectos que pueden ser glosados, calibrados, apuntillados y alabados en ese documento, pero, por alguna razón, me he detenido en ése.

¿Que van a hacer qué?, me he dicho. ¿Que van a cambiar el paisaje? ¿Ese paisaje urbano, ese atrezzo permanente de muros pintados y carteles colgantes que hemos conocido desde niños? Se les ha cerrado el acceso a las instituciones, a las subvenciones y, ahora, a la abierta exposición en los medios de comunicación pública y en la calle. ¡Quién nos lo hubiera dicho hace pocos años!: la calle siempre ha sido suya. Especialmente en las fiestas de los pueblos, de cuyo atrezzo nunca han dejado de encargarse con total desparpajo. Todos hemos reído y hemos bailado bajo inmensos cartelones que glorificaban la lucha terrorista y a sus aguerridos "mártires" encarcelados; hemos ligado y hemos bebido junto a pancartas que amenazaban a los "enemigos de la patria". Si uno mostraba su indignación a los compañeros de fiesta, podía descubrir con asombro cómo muchos afirmaban que "no se habían fijado". ¿Carteles de dos metros de largo y no los habían visto? Claro, uno no se fija en el paisaje cotidiano. Ni en aquello que es más cómodo ignorar.

La idea de que por fin dejen de ser "invisibles" e intocables casi supera nuestra imaginación y me pregunto con qué grado de consistencia podrá llevarse a cabo. Para empezar, porque los límites son muy difíciles de trazar: lo más habitual es que esas muestras de apoyo sean más o menos indirectas, ambiguas o embaladas con ropajes humanitarios (la situación de los presos, etcétera). Además, por la labor de vigilancia permanente que supondrá para la Ertzaintza en tantos barrios y pueblos de Euskadi. Poco importa: el paisaje ya ha comenzado a cambiar.

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