El sonido plateresco
La evolución que el rock and roll siguió en Europa después de su llegada en los cincuenta se alimenta de diversas transfusiones. Unas son bien conocidas y otras son secretas. Hace dos veranos tuve la suerte de telonear en España a una de esas fuentes históricas principales, nada menos que los Rolling Stones. Viendo a los antiguos y satánicos monarcas, que entraban ya en la edad de los balances, di en pensar: ¿qué sabrán ellos del efecto que hicieron con su inicial sacudida musical en la juventud de un montón de vidas extranjeras?
El sevillano Silvio Fernández Melgarejo fue una de esas vidas. De chaval, junto a la calle del Betis, se enamoró a través de ellos del swing y del blues. Tuvo una vida turbulenta. Le dejó la madre de su único hijo y se enganchó al coñac por el resto de su vida. De viejo, aún vivía en su habitación de adolescente. Todo esto puede verse en el documental que el director Francisco Bech ha realizado para la productora La Mirada Oblicua. Es difícil localizarlo, pero puede hacerse gracias a la Internet de nuestros tiempos que todo lo puede. Busque usted en ella qué era Silvio y cómo era, y no saldrá defraudado. Cuando yo lo conocí, en el año 1984, debía estar a punto de cumplir cuarenta años y para mí, imberbe fascinado, fue como ver a lo que podía ser mi padre si hubiera nacido Hell Angel o King Creole. Fue una noche de motín en una habitación alta del madrileño hotel Velázquez. Compusimos una coplilla de nueve segundos (con el punk era muy importante que las canciones fueran cortas) y nunca más lo volví a ver en mi vida después de aquella noche de borrachera. Pero entendí que aquello que acababa de presenciar era, básicamente, los modos de un cantaor flamenco sumergidos en el alcohol del rhythm and blues.
Existe una liturgia en flamenco por la cual el tocaor ha de esperar y seguir los caracoleos del que canta. Con Silvio, toda una banda de rock debía hacerlo. No era cosa fácil. Cuando no salía (y muchas veces no salía) era horrible. Cuando salía era prodigioso. Y todo eso lo mezcló con los pasos de la Semana Santa sevillana en un disco impagable: Fantasía occidental.
¿Cambió Silvio Fernández Melgarejo con sus canciones y sus desaliñadas mezclas intuitivas el rumbo de la música occidental? Obviamente no. Pero esa actitud alimenta la tradición más amplia de hechiceros de la música. Decía Nabokov que hay tres maneras de analizar al artista, como narrador, como profesor o como brujo. El brujo se refiere a la capacidad de hechizo del artista, cosa que no tiene nada que ver con la seducción sino con el poder de un artista para hacer que cada detalle de sus invenciones cobre vida, tengan que ver o no con el mundo real.
El arte es criatura de la imaginación, nunca un pretexto para emitir sermones, tendencias o ideología. Por supuesto, puede servir de soporte para que viajen, con mayor o menor fortuna, cualquiera de estos propósitos y algunos aún peores; pero la criatura, hija de la creatividad del mundo y la prodigalidad de la vida humana, seguirá, como demostraba Silvio, corriendo siempre indomesticable, en libertad.
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