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Columna
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Correspondencias

No les voy a hablar de linces ni de niños preciosos, aunque tengo mi opinión sobre sus respectivos embriones. No son. "Todos nacemos locos. Algunos siguen siéndolo", dice Estragón en Esperando a Godot, de Samuel Beckett. Y en una de las obras breves de este autor, brevísima -dura 30 segundos-, titulada Aliento, vemos un escenario cubierto de basuras casi en penumbra, y escuchamos un lamento, una inspiración, acompañados por un incremento de la luz, una expiración, otro lamento, y la luz que disminuye mientras el telón cae. C'est tout. ¿La vida? Y, sin embargo, merece la pena vivirla, al menos mientras uno pueda decir que merece la pena vivirla. ¿Y mientras no puede decirlo, es decir, mientras uno es un cigoto, o ni siquiera un cigoto, antes del lamento? ¿Se ha encendido la luz?

Entre la múltiple casuística que analiza Derek Parfit en Razones y personas se nos cuenta una anécdota que a mí me sume en el vértigo. Un político británico manifestó su alegría por el hecho de que hubieran disminuido los embarazos en las adolescentes. Un señor protestó en The Times: él había nacido cuando su madre tenía 14 años, y aunque sus primeros años habían sido duros para ambos, su vida posterior había sido muy digna de vivirse, por lo que le parecía monstruoso que aquel político sugiriera que habría sido mejor que él no hubiera nacido nunca. Se le podría objetar a ese señor que si su madre hubiera esperado unos años a tenerlo, su vida habría sido más digna desde el principio, pero es aquí donde surge el abismo de los no natos: si su madre hubiera esperado a tenerlo, quien habría nacido no habría sido él, sino otra persona. Los nacidos podemos reafirmar nuestra vida, pero, ¿quién habla por esa larga comitiva fantasmal de los no natos, fruto del azar o de una decisión? No son. ¿Se puede hablar en nombre del silencio? ¿Hasta dónde llega nuestro poder de decisión sobre ese silencio?

¿Y quién decide sobre los muertos? Se ha publicado recientemente el primero de los cuatro volúmenes que completarán las Cartas de Samuel Beckett, equiparables por su importancia literaria a las de Keats, Kafka o Wallace Stevens, según asegura Gabriel Josipovici en una extensa reseña en el TLS. De las 15.000 que escribió, se van a publicar 2.500, y fragmentos de otras tantas en notas a pie de página, es decir, sólo aquéllas que tengan algo que ver con su trabajo, atendiendo a la voluntad manifestada por Beckett antes de morir.

No duden de que acabarán publicándose todas. Al fin y al cabo, esas cartas no eran suyas, sino de sus destinatarios. Lo llamativo es que Beckett no conservara las que recibió. ¿No era ésta una forma de silenciarlas todas en la medida en que a él le era posible hacerlo? No ha caído el telón sobre la criatura Beckett, que se irá multiplicando en sucesivos Beckett a medida que pase el tiempo. Multiplicado, sí, y sin que él tenga nada que ver en el asunto.

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