L'Olivé
Aquellas colas de madrugada en la esquina de Muntaner con Còrsega eran un síntoma, aunque entonces no lo pareciera. Corría 1984 y en la ciudad hervían los proyectos. Muchos de ellos hirvieron justamente allí, en L'Olivé, que acababa de abrir y servía comida muy honesta a un precio razonable. Por aquel entonces la cocina local no se había encumbrado todavía al paraíso -¿artificial?- que ocupa hoy. Importaba mucho menos el plato que la conversación, y de todas las conversaciones posibles una de las que menos importaba era sobre lo que se comía: el virus Carvalho se hallaba todavía en fase latente. Josep Olivé supo oler ese momento.
Josep Olivé (1953) procede de una familia de Sant Joan Despí dedicada al campo, concretamente a cultivar fruta: sí, han oído bien, en Sant Joan Despí, donde hoy surgen hoteles y cadenas de televisión, no hace mucho había árboles frutales. La familia Olivé no tenía relación alguna con el mundo de la restauración, pero la cocina de la masía funcionaba a pleno rendimiento, y con mucho criterio. "En casa siempre me dieron bien de comer", sintetiza Olivé. Y ahí estuvo su fortuna: en ponerse a servir eficazmente, en un local saneado en lugar de los hipervalorados cuchitriles de la época, esa cocina de casa que no se impone, sino que acompaña: buenos embutidos, canelones, arròs a la cassola, bacallà esqueixat, fricandó, mandonguilles amb sípia o confit d'ànec. Recetas todas ellas que, como los frutales, se hallaban en vías de extinción del paisaje hogareño.
¿La crisis? "Complicada. Pero no es la primera que afrontamos y espero que sobreviviremos"
Olivé tuvo también ese punto de suerte imprescindible para que los proyectos prosperen. Dio con Josep Balaguer, su jefe de cocina en estos 25 años. Balaguer había pasado por Els Arcs de Sant Gervasi de la calle de Santaló. Y antes aún, por La Masia de Esplugues de Llobregat, donde por cierto también trabajaba Francesc Grau, que algo más tarde se uniría a L'Olivé. El miércoles, en el actual restaurante, que ahora está en Balmes con Diputació, se les veía a los tres muy cómplices, mientras el jefe soplaba las velas del cuarto de siglo sobre una crema de Sant Josep como Dios manda, fresca de nevera -la plancha caliente ha velado muchas deshonestidades-, con sabor a limón y canela, y con tropezones de melindro. Mi abuela la hacía igual.
El menú del miércoles fue un tast de 25 platos clásicos de la carta. Para seguir salivando, aparte de los ya citados, hubo bunyols de bacallà -imprescindibles-, brandada, faves, botifarra amb escalivada, bacallà a la llauna y los célebres peus de porc deshuesados. Ésa fue otra de las intuiciones tempranas de L'Olivé: cocina tradicional, vale, pero que resultara cómoda de comer. Fue así como los pies de cerdo perdieron sus falanges y los calçots aparecieron arrebossats -no en tempura, como dicen ahora los cursis-, limpiamente dispuestos en el plato hasta hacer innecesario el poco favorecedor babero. La fórmula funcionó y hoy Josep Olivé preside un grupo con cuatro establecimientos más: Paco Meralgo (donde estaba el primer Olivé), Barceloneta, Vinya-Roel y el benjamín (2008), el Tuset, en el local ocupado en sus días por el mítico Reno. ¿La crisis? "Complicada. Pero no es la primera que afrontamos y espero que sobreviviremos, como hemos hecho hasta ahora". Josep Olivé es, por cierto, motero aficionado y ha subvencionado el equipo de Iván Cervantes, campeón del mundo de enduro. Por su restaurante aparecen de vez en cuando Alberto Puig y Dani Pedrosa, y antes de la ruptura, Dani Amatriain y Jorge Lorenzo.
En fin, buen ambiente. Además en la carta de L'Olivé sigue habiendo un plato humilde pero fundamental, muy difícil de encontrar (como no sea en El Caballito Blanco o el Ponsa): cervellets a la romana. Antes se comía mucho en las casas, pero hoy ya nadie soporta la visión de la masa encefálica del cordero, salada y en vinagre, sudando en la escurridera.
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