Portalibros que vienen
Acaba de presentarse, a bombo y platillo, el Kindle2, el aparato que Amazon solo vende por el momento a unos pocos privilegiados y representa la última generación de los denominados eBooks, el iPod de los libros que en la competencia Sony ha bautizado como eReader.
Por cierto: ¿cómo le podríamos llamar por estos lares? Adaptar malamente el término inglés como ibuk o algo parecido sería demasiado. La expresión "libro electrónico", que es bastante descriptiva del artilugio pero que sirve también para designar todo texto literario presentado en soporte digital como ocurrió ya en 2000 -por cierto, con escaso éxito- con la novela Riding the Bullet [Montando en la bala] de Stephen King, resulta sin embargo demasiado extensa, y las lenguas tienden universalmente a la economía. Viéndolas venir, algunos amigos convenimos en que, aún sabiendo que la última palabra la tendrán a estos efectos los hablantes, no estaría mal que se acabara imponiendo una solución que ya ha manejado la Asociación de Tradutores Galegos: portalibros. Porque se trata ni más ni menos de eso: de un nuevo soporte para almacenar, transportar y leer esos escritos más o menos extensos a los que conocemos como libros.
Amazon acaba de pronosticar el fin del libro en 2018. McLuhan lo había predicho para 1980
La magnífica operación de mercadotecnia que Jeff Bezos desencadenó el 9 de febrero pasado en la Morgan Library neoyorquina al presentar su nuevo portalibros ha hecho ya correr ríos de tinta por el ancho mundo y ha reavivado el viejo tema de la inminente muerte del libro a la que algunos agoreros pusieron fecha exacta hace unos meses en la Feria de Francfort: el año 2018.
En 1962, un profesor de la Universidad de Toronto publicaba La Galaxia Gutenberg. Marshall McLuhan sostenía allí que toda tecnología tiende a crear un nuevo contorno para la Humanidad. Sus avances representan algo así como verdaderas extensiones de nuestros propios sentidos, lo que trae consigo todo un rosario de consecuencias psíquicas y sociales. La tecnología del alfabeto fonético, que data de tres mil quinientos a. C., trasladó a las personas desde el mundo mágico del oído y de la tribu, donde la comunicación se basaba exclusivamente en la oralidad, al mundo neutro de lo visual. El descubrimiento de la imprenta y del papel potenciaron extraordinariamente la cultura del alfabeto, al multiplicarse mecánicamente los escritos y posibilitar la difusión por doquier de libros baratos. McLuhan atribuye a la imprenta no solo el refuerzo del individualismo sino también la aparición de las nacionalidades modernas, hasta que, a partir del descubrimiento del telégrafo a mediados del XIX, irrumpa la "constelación de Marconi".
Los que él denominaba "medios eléctricos" -radio, cine, televisión- vinieron a exteriorizar nuestro sistema nervioso central hasta el extremo de que el universo se reduzca a una aldea global, resurja el tribalismo primitivo y se vislumbrase una pronta desaparición del libro. En alguna declaración periodística, llegó a anunciar cuándo se produciría este óbito: exactamente en 1980. Fue el año en que McLuhan falleció.
Y sin embargo, a más de un cuarto de siglo de aquella irreparable pérdida, se puede decir del libro impreso que goza de muy buena salud. Nunca en toda la Historia se han escrito, impreso, distribuido, vendido, plagiado, explicado, criticado y leído tantos, sin que por el momento se perciba ningún síntoma de desaceleración en las estadísticas. Entre otras cosas, porque de 1960 a 1999 se duplicó la población mundial hasta llegar a los 6.000 millones. Añádase el incremento de la alfabetización y del nivel de vida en algunos países. Por limitarnos tan solo a España, en 2007 se editaron 72.914 libros y folletos (el 10,4 % en catalán, el 2% en gallego y el 1,5% en euskera), y en contra del estigma de que aquí no lee nadie, los estudios más solventes acreditan que en 2005 un 57,1 % nos declaramos lectores frecuentes u ocasionales.
Todo ello, junto a la poderosa carga cultural y el arraigo del hábito de leer libros aconsejan prudencia a la hora de proclamar su muerte. Quien se quiera nuevamente meter a profeta, allá él. Siempre le quedará el expediente de explicarnos profusamente en 2019 porque su no vaticinio se cumplió. Mientras tanto, larga vida a Gutenberg, y a su prole: el portalibro.
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