Contemporáneos
El otro día, charlando con el colega Juanje Aznárez, concluimos que nuestra vida no había sido aburrida. Al menos hasta el momento. Ambos hemos trotado bastante por el mundo y podríamos recitar, con toda la modestia necesaria, nuestro particular monólogo del androide: "He visto cosas que vosotros no creeríais...". Juanje y yo, me temo, empezamos a adquirir la condición de "abuelo batallitas".
El coleccionismo de recuerdos constituye, como la sensación de "vivir la Historia", un efecto secundario de la práctica del periodismo. No es grave, salvo en casos extremos. Viene a ser lo opuesto del "síndrome Fabrizio del Dongo": el protagonista de La Cartuja de Parma, la gran novela de Stendhal, está en los campos de Waterloo el día de la batalla, y se pregunta si el barullo que contempla alrededor es una simple escaramuza o algo de mayor interés.
Ahora mismo debe estar cociéndose algo de gran trascendencia en la ciencia, el arte o la política. Y no lo sabemos
Ese síndrome tan poco periodístico me asalta con una frecuencia creciente: temo dar importancia a asuntos espectaculares, pero anecdóticos, y perderme lo fundamental. Me refiero a lo que hacen mis contemporáneos. ¿Cuántas cosas estoy perdiéndome?
Me explico. De haber podido elegir, habría situado mi periodo de existencia en el siglo XIX. Visto desde la actualidad, el XIX fue el último siglo optimista, un siglo abundante en ideas y proyectos. Bien. De haber vivido entonces, ¿pensaría lo mismo?
Tal vez mi yo decimonónico habría considerado que Andrew Jackson, mi favorito entre los presidentes de Estados Unidos, no era más que un salvaje mataindios y un irresponsable en el terreno económico: no debía ser fácil, entonces, percibir con claridad que Jackson estaba garantizando para su país un futuro democrático. Tal vez me habría apuntado a la cursilería neoclásica y habría rechazado, como puras gamberradas perpetradas por engañabobos, el impresionismo y el expresionismo. Tal vez me habrían parecido de mal gusto los procesos de independencia en las colonias americanas. Tal vez me habría parecido que inventos como el teléfono o el cinematógrafo no eran mucho más que entretenimientos bobos. Tal vez me habría reído, como la mayoría de mis contemporáneos decimonónicos, de la teoría de la evolución propuesta por Charles Darwin.
Me espanta el error de perspectiva, inevitable en mi oficio. Miren la portada de cualquier diario: muy probablemente ninguna de las noticias de hoy tendrá el menor interés para el observador del siglo XXII. Y, sin embargo, ahora mismo debe estar cociéndose algo de inmensa trascendencia, algo relacionado con la ciencia, el arte o la política, y no tenemos ni idea sobre ello. No hace falta recurrir a Van Gogh, que no vendió un cuadro en su vida. Incluso novedades conocidas y celebradas en momento contaban con una gigantesca dimensión invisible. Tomemos el ejemplo de Marie Curie: se supo de su trabajo y recibió dos premios Nobel, pero a nadie se le ocurrió relacionar el radium y la radiología con el futuro terror nuclear.
A veces, muy pocas, tengo la impresión de descubrir algo que durará. Se trata de un placer modesto pero intensísimo, como el que emana, dicen (mi olfato es casi inexistente), del pan recién horneado. No me refiero a grandes invenciones, porque, dados mis conocimientos sobre tecnología, sería inútil ponerme ante los ojos los planos de la máquina del tiempo. No, mis descubrimientos son de escala reducida. Un poema, un artículo, una fotografía, un proyecto: pequeñas grandezas de mis contemporáneos.
Esta misma semana he disfrutado de esa impresión, de ese olor a pan caliente. Ya conocía bastantes de las crónicas de Jacinto Antón, un tipo que, además de ser mi contemporáneo y casi mi coetáneo, trabaja en mi oficina y vive por mi barrio. Esas crónicas han ido publicándose en la edición catalana de EL PAÍS, para solaz de un puñado de adictos. Ahora han sido reunidas en un libro titulado Pilotos, caimanes y otras aventuras extraordinarias. Leí el libro y lo leí por segunda vez, para asegurarme que se repetía el fenómeno. Se repitió. Llegué a la página 143, en la que concluye la crónica El beso del vampiro, y percibí de nuevo, exactamente en el mismo sitio, el aroma inconfundible.
Ustedes pueden leer ese libro, o no. Yo estoy seguro de que habrá quien lo lea dentro de cien años. Ese alguien constatará que a principios del XXI, cuando todo aquello de la crisis de la prensa, alguien hacía en un periódico unos artículos inmortales.
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