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Columna
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Donde anida la corrupción

Dejarse pagar el sastre por una red corrupta es una manera bastante grotesca de pasar a la historia. Lo siento por Francisco Camps -y mucho más lo siento por nosotros, los valencianos, a quienes representa-, pero cosas así ocurren cuando un dirigente, embriagado de vanidad, llega a creerse providencial. Y cuando, llevado de esa vanidad infundada, manipula las reglas del juego a favor del interés privado o de partido. Por eso, independientemente del resultado que el destino depare a las investigaciones del juez Garzón, que será sin duda relevante, el presidente de la Generalitat ha quedado inhabilitado ante los ciudadanos en un aspecto clave: "Dime con quién andas y te diré quién eres".

No lo comento a la ligera ya que, si Camps, personalmente, incumplió al menos el imperativo categórico de "ser veraz" cuando negó el asunto nada más estalló el escándalo ante la opinión pública, ocurre que quienes supuestamente le pagaron los trajes son gentes que incumplieron, de forma bastante fehaciente según se desprende de la investigación judicial todavía en marcha, un imperativo moral tan básico como el de "no robar". Lo que hace sospechar que la parte conocida hasta ahora del papel representado en el enredo por Camps, por Ricardo Costa, por Víctor Campos, por Rafael Betoret y por otros actores más o menos secundarios, como el director de la Ràdio Televisió Valenciana, Pedro García, constituye sólo la punta de un iceberg más bien siniestro, el fragmento visible de una maniobra sostenida en el tiempo que detrajo fondos públicos hacia empresas privadas mientras, tal como apunta el magistrado, se financiaba el PP valenciano a cuenta de la trama.

Los dirigentes políticos ejercen un poder vicario y gozan por ello de unas potestades y privilegios de los que carecemos el resto de ciudadanos. De ahí que la exigencia de que su actuación se rija por criterios de bien común universales y generalizables no sea sólo una consigna retórica. Más aún, esa condición privilegiada que les confiere el ejercicio real y simbólico del poder obliga a que su actuación sea especialmente escrupulosa.

No es el caso. Si algo no ha habido en todo este feo asunto son escrúpulos, por supuesto estéticos, pero tampoco morales. Nadie en su sano juicio está ya, a estas alturas, capacitado para desmentir que en la vida pública valenciana anida la corrupción. Y las alegaciones indignadas de los implicados y sus amigos (porque amigos eran de Álvaro Pérez nuestros primeros dirigentes autonómicos) suenan a excusas de mal pagador.

Cómo y por qué se ha llegado a una situación de este calado es algo que puede discutirse en sus extremos y en su genealogía. Ejercicio de sociólogos y tertulianos, al fin y al cabo. Ahora bien, si esta sociedad ha de tener una democracia con estándares mínimos de calidad habrá que lanzar la alerta sobre los efectos de un comportamiento en la política que subordina el interés común al de partido y, acto seguido, al interés estrictamente propio. El maniqueísmo del discurso gubernamental y su sectarismo argumentario, tan poco transparentes, con el correlato ineludible del triunfalismo convertido en sucedáneo de la rendición de cuentas, resultan de lo más disolvente.

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