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Columna
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Postales atlánticas

Los resultados de las elecciones parlamentarias del pasado domingo en Euskadi y Galicia tienen, ante todo, lecturas y repercusiones internas a esos dos países. Pero también pueden deducirse de ellos algunos mensajes que, transmitidos desde Santiago de Compostela y desde Vitoria, alcanzan al conjunto de la política española e incluso, más indirectamente, a la política catalana. Permítanme que los exponga tal como he creído captarlos.

El primero y más sorprendente es la extraña concepción de la democracia que ha alimentado ese alud de titulares y de glosas según el cual se ha producido en el País Vasco un vuelco histórico, una marea imparable por el cambio. Vamos a ver: si tomamos el escrutinio oficial, y a la espera de computar el sufragio de los residentes ausentes, las tres fuerzas soi-disant constitucionalistas (PSE, PP y UPyD) suman el 46,94% de los votos válidos; por su parte, las que configuraron el tripartito de Ibarretxe más Aralar totalizan el 51,8%. Si, en vez del voto válido contabilizásemos el voto emitido, las 100.924 papeletas anuladas del abertzalismo radical engrosarían el conjunto del voto nacionalista hasta dejarlo en niveles muy semejantes al 58,8% (53,4% sin Ezker Batua) que alcanzó en 2005.

La lección de los comicios gallegos es que no vale todo y que los electores no son manipulables por definición

O sea que desde el punto de vista del alineamiento social en torno al eje identitario, no ha habido vuelco alguno. Cosa distinta es que, a causa de la ilegalización de determinadas candidaturas y en virtud de la ley electoral, que cuadruplica el coste de un escaño vizcaíno respecto de uno alavés, los partidos de obediencia estatal hayan alcanzado una ajustada mayoría en el Parlamento de Vitoria. Ello es perfectamente legal y dudosamente democrático, pero no tiene nada de histórico ni explica, a mi juicio, por qué un aspirante con el 30,7% de los votos y 24 o 25 escaños posee más legitimidad para ser lehendakari que otro apoyado por el 38,5% y 30 escaños. Lo cual nos remite a la cuestión de las alianzas. Por debajo de los magnánimos ofrecimientos de estos días, es ilusorio creer que el Partido Popular (¡no digamos ya el grupo de Rosa Díez!) está dispuesto a mantener durante cuatro años a Patxi López en Ajuria Enea gratis total, es decir, sin participar del Gobierno vasco o sin imponerle desde fuera políticas marcadamente antivasquistas que visualicen el papel decisivo de los de Rajoy. En cuanto a la posibilidad de obtener la investidura con el apoyo del PP más UPyD y gobernar luego sobre la base de acuerdos con el PNV, pertenece también al reino de la fantasía. En el terreno de la realidad, un Ejecutivo minoritario del PSE sólo puede nacer y vivir como expresión de la nueva mayoría parlamentaria españolista, lo cual pondría entre serios interrogantes la política socialista de pactos en lugares como Cataluña y las Baleares. ¿Se puede gobernar a la vez en Barcelona con Esquerra Republicana e Iniciativa, en Palma con Esquerra Unida y los diversos tonos del nacionalismo insular, y en Vitoria bajo el condicionamiento del Partido Popular? ¿Seguro que la política lo aguanta todo, todas las contradicciones, todas las maniobras, todos los funambulismos...?

Justamente, creo que la lección de los comicios gallegos es que no, que no vale todo, que el cuerpo electoral no es estúpido y manipulable por definición. Visto a distancia, el bipartito de izquierdas que ha presidido Emilio Pérez Touriño pecó de soberbia, de arrogancia, de desprecio a la inteligencia de sus compatriotas: el del Partido Popular en Galicia era un voto cerril, cautivo, aldeano, pastoreado por caciques; el voto de los nostálgicos de Fraga, de quien Núñez Feijoo era una simple marioneta. Socialistas y Bloque representaban la modernidad y, si la participación era alta, ganarían con holgura (ya saben, aquello de Si tú no vas, ellos vuelven). Pero ha resultado al revés: con menos abstención que nunca, el PP recupera la mayoría absoluta y, sobre todo, barre en las grandes ciudades, donde el tópico sitúa los sufragios ilustrados y progresistas.

A los hasta ahora socios en el Ejecutivo de Santiago también les ha fallado la ejemplaridad, más necesaria que nunca en tiempo de crisis. Una cosa es la corrupción, perseguible penalmente, pero tan reiterada a lo largo de los años y a lo ancho del espectro político que a muchos electores ya les resbala. Luego están esas conductas no delictivas aunque poco estéticas que, explotadas por los medios y por la oposición, pueden hacer mucho daño: los gastos suntuarios de Touriño, la imagen de Anxo Quintana en la cubierta de un yate que daba pie a la maledicencia, el secuestro de una excursión de jubilados para endilgarles un mítin... Malos asuntos para una izquierda siempre imbuida de su complejo de superioridad moral.

En fin, el fracaso de la coalición de gobierno entre el Partido Socialista de Galicia-PSOE y el Bloque Nacionalista Galego puede asimismo ser edificante desde la perspectiva de Esquerra Republicana en su acuerdo con el PSC. Por supuesto, Galicia no es Cataluña ni en su estructura sociopolítica ni en sus aritméticas parlamentarias. Pero cuando el BNG de Quintana selló en 2005 el pacto para investir a Touriño presidente, lo hizo con la expectativa explícita de, una vez instalado en la Xunta, no sólo atraer al socialismo hacia posiciones más galleguistas, sino además quitarle buena parte del voto joven y urbano para acabar siendo la izquierda hegemónica -y nacional- de su país. No sé si la teoría les suena... Pues bien, el pasado domingo, después de tragarse los denuestos de campaña de su socio Touriño contra la inmersión escolar en gallego, el Bloque retrocedió en las siete principales ciudades de Galicia, desplomándose hasta siete puntos en A Coruña y Ourense, seis en Ferrol, casi cinco en Santiago... Y encima, el PSOE atribuye la derrota a los "excesos nacionalistas" del BNG. Quién sabe, tal vez los estrategas de la barcelonesa calle de Calàbria reflexionen sobre ello.

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