Banestos para ti
Mi amigo me abrazó. Sollozaba ahogadamente, temblaba, y su cuerpo delgado despedía descargas eléctricas. "Yo creía que no sabía llorar. Lo que no sabía es que iba a llorar por esto. No pasa día sin que me entere de que un amigo o una amiga han sido puestos en la calle, sin más". Sus lágrimas mojaban mi cuello, y le abracé más fuerte, con cobardía, porque tenía miedo de que, si me apartaba para mirarle, se sintiera peor si le miraba. También una ignora qué puede hacer con el dolor de los fuertes, con el verdadero dolor de la solidaridad y de la compasión, y del temor al futuro, cuando lo expresan.
Se secó las lágrimas a manotazos. "Lo mismo ocurre en prensa", le dije, aunque eso no le consoló. Le cité la frase de un periodista estadounidense, que me veo obligada a repetir a menudo, contenida en el documental que acompaña el DVD de la última temporada de The Wire: "Me siento como un gay en los ochenta, cuando a diario me enteraba de la muerte por sida de un conocido". El desempleo es, hoy, la plaga.
Mi amigo, que trabaja en una industria subsidiaria del automóvil, sorbió las lágrimas, palmeó mi espalda y observó la pantalla de mi ordenador. "¿Chateas?". "No, estaba entretenida con el artículo de un colega". Pero junto a la pieza a medio leer parpadeaba el anuncio de Rafa Nadal para Banesto: "Domicilia tu nómina". Nos echamos a reír. Nadal, aconsejando sobre nóminas. Tiene narices.
Esa noche, zapeando, una cabeza engominada apareció en un canal de televisión, e instintivamente cambié a otro.
"A ese tipo le conozco. ¿Cómo demonios se llama?". Me creí víctima del señor alemán. Pero no. No todavía. Es que era Mario Conde.
Anda que no ha llovido, entre dos Banestos.
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