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Columna
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Menudo invierno

La verdad es que entre este invierno interminable y la crisis cada vez más crítica nos están dando una temporadita de aúpa. No hace falta ser un lince ni hacer de agorero aficionado para sugerir que la suma de esos dos factores dan un producto como de tedio un tanto asustadizo que no sé yo si las santas Fallas y su habitual jolgorio serán capaces de remontar. El personal ya no se divierte ni con el escurridizo Francisco Camps y su afición a hurtar la cara a los periodistas y la información a los diputados de la paciente oposición, esos a los que Carlos Fabra, haciendo alarde una vez más de su fatigosa versatilidad, califica de "payasos". No es menos cierto que jamás un Gobierno valenciano como el que padecemos se había mostrado tan maleducado y desabrido con una oposición que, encima, no le supone ningún peligro. La destemplanza es de tal calibre que suscita la sospecha de que estamos ante una pandilla de nuevos ricos del poder político que nada desdeñan más que a quienes lo perdieron, circunstancia en la que ven el pretexto para tratarlos como si no existieran. Ahí no solo olvidan que gobiernan para todos los ciudadanos, incluso para quienes no les favorecieron con su voto, sino que viven de nuestros impuestos, incluidos los míos, mal que me pese. En cuanto a las formas, el lector recordará que cuando Eduardo Zaplana, el añorado, tomó posesión como presidente de la Generalitat tuvo la amabilidad de invitar a cenar a algunos intelectuales de izquierda, y allá que fueron Alfons Cervera y Ferran Torrent, en compañía de otros, a departir con el pollo de Cartagena. Era un detalle, casi una broma de mal gusto (de autopropaganda, cierto, pero detalle al fin y al cabo, incluso un tanto gracioso) que no cabe ni imaginar en un Camps algo más envarado y muy bien formado en las pistas de tenis de aficionados. Lo que no quita para que escuchar a Camps sea más aburrido que oír misa.

Los azares del juego político, y las triquiñuelas de sus consecuencias, han llevado a Mariano Rajoy a reafirmarse como líder de su partido gracias a la victoria en Galicia, y a Ibarretxe a rumiar un temprano retiro político que, en su caso, no parece el prólogo para una brillante carrera de conferenciante vetusto en universidades sin gloria. Así que, a fin de cuentas, el panorama político sí que está sujeto a cambios imprevistos debido a la voluntad electoral de los ciudadanos. Y aunque solo sea por ese pequeño detalle, los políticos de profesión quedan obligados a atenerse a la decisión de los electores domingueros. Algo es algo. Y aun algos. Porque si Rajoy se fortalece, y nadie parece dudarlo ahora, la Cope se debilita, Esperanza Aguirre se difumina y nuestro admirado Camps tiene algo menos expedito el recorrido de su camino de Santiago hacia Madrid. Incluso ese otro gallego de Madrid que es Pepe Blanco tendrá menos ocasiones para hacer como que lamenta la debilidad de los populares, según la fantasía interesada de que al Estado (es decir, a los socialistas ahora mismo) les interesa una oposición fuerte, cuando se las tenga que ver en serio con un Rajoy crecido por su triunfo y resuelto a hacer de gallego profesional. Al cabo, terminaremos todos siendo más o menos gallegos, aunque en distinta medida y profundidad.

Dejemos, no obstante, la política, por más que ella jamás nos abandone. Es de temer que a Rodríguez Zapatero acabe pasándole como al Barça de Pep Guardiola, que solo sabe jugar cuando el contrario respeta sus alardes de fino estilista, mientras regala goles y balones a los equipos malcarados que tienen el mismo respeto por el arte futbolero que Bermejo por los altivos muflones de Jaén. Pero de ese busilis hablaremos otro día.

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