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Columna
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Neocrispación

Enrique Gil Calvo

Los últimos acontecimientos están volviendo a ensombrecer la política española bajo el manto de la crispación. Y lo están haciendo, además, con un nivel de antagonismo desproporcionado, que poco tiene que ver con lo que se jugaba en las elecciones de ayer. Mientras tanto, el capitalismo se derrumba, los bancos deniegan el crédito, las empresas quiebran y cada día se despide a 10.000 personas. Pero nada de esto aparta de su pasión a nuestra clase política, entregada a su enfermiza compulsión de zafarse contra el rival. ¿Cómo entender este eterno retorno de la crispación, que vuelve de nuevo por donde solía?

Pronto hará un año de las pasadas elecciones generales, y el mensaje que entonces emitieron las urnas fue interpretado por casi todos como el entierro de la crispación como estrategia política. Así lo entendió también el líder de la oposición, al reconocer por boca de su ideólogo de cámara que su derrota se debía al sentido exclusivamente negativo de su discurso político. De ahí que los estrategas del PP se propusieran dar un giro a su retórica para dejar de ser un partido temible (nasty party) y convertirse en una opción amable con el ciudadano, respetuosa con el adversario y capaz de atraer al votante moderado. Es verdad que no todo el PP lo aceptó así, pues los aznaristas neocon se negaron a aceptar ese giro moderado y opusieron fuerte resistencia, con Aguirre a la cabeza, reivindicando su estrategia de la crispación. Pero, tras su victoria en el congreso de Valencia, pareció que Rajoy lograba imponer a todos su giro moderantista. Un giro que se vio oficializado ante las cámaras por el doble pacto de Rajoy con Zapatero en materia de lucha antiterrorista y renovación de los órganos jurisdiccionales, pacificando así los dos campos de batalla que habían centrado la confrontación política durante la legislatura anterior.

Pero, poco a poco, ese clima de distensión se ha venido degradando por una paulatina reapertura de las hostilidades. La primera señal de alarma fue la negativa del PP a renovar el Tribunal Constitucional, del que depende su recurso contra el nuevo Estatut de Cataluña. Pero enseguida se añadieron otros enfrentamientos tan estridentes como su tridentina objeción a la nueva asignatura de educación cívica, antidemocráticamente saboteada por las comunidades autónomas gobernadas por el PP, cuyo más inefable ejemplo fue el fallero esperpento de impartirla en inglés. Y, además, desde su feudo en la capital, Aguirre no perdía ocasión de desafiar el moderantismo oficial de su partido, atizando la crispación mediante el sistemático boicoteo de las políticas sociales, mientras proseguía su desaforada privatización de los servicios públicos. Todo ello jaleado por la prensa neocon, que esgrime a Aguirre como ariete para embestir a Rajoy, acusado de blandura, pérdida de autoridad y falta de liderazgo. Y tan cuestionado se ha visto por los suyos que finalmente, y ante la amenaza de su posible derrota en las urnas gallegas, Rajoy ha optado por volver al redil de la crispación.

En un principio, cuando estalló el escándalo del espionaje interno, pensó en utilizarlo para depurar al PP de sus residuos problemáticos. Pero al denunciarse el caso Correa, que atañe a la financiación del partido, Rajoy se ha tirado al ruedo para escenificar su solemne abandono de la moderación. Aprovechando como pretexto la torticera cacería de marras, ha reabierto las hostilidades rompiendo el pacto de la justicia y querellándose contra el juez instructor. ¿Quién es el que rompe ahora el tan cacareado consenso de la transición? Sin duda, la cabra tira al monte, pues al PP no le ha durado su cuarentena moderada más que el tiempo que quedaba hasta los comicios de ayer.

Ahora bien, este retorno de la crispación no sería explicable sin la contribución de Zapatero. ¿A qué venía nombrar ministro de Justicia a alguien como Bermejo? ¿Acaso le soltaron para que hiciera imposible con sus provocaciones el giro moderado de Rajoy? Es verdad que ha dimitido ahora, cuando ya es demasiado tarde, pero su cese también tiene consecuencias funestas, por cuanto implica de doble recompensa a la insumisión de los jueces huelguistas (vaya ejemplo para la ciudadanía) y a la neocrispación de Rajoy. En su último libro, el lingüista Lakoff propone retóricas ambivalentes basadas en la contradicción. Y en eso es maestro Zapatero, que sabe cómo crispar con mucho talante. Pero con graves efectos perversos, pues ahora tenemos no sólo al PP echado de nuevo al monte, sino además un abierto conflicto de poderes entre el Ejecutivo y el Judicial. Justo lo que menos necesitamos para enfrentarnos a la crisis global. ¿O es esto precisamente lo que se pretende tapar a fuerza de neocrispación?

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