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Columna
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Un perdedor en Madrid

Dentro de dos días se cumplirán cien años de la muerte de Alejandro Sawa en la calle del Conde Duque de Madrid. Murió como "un rey de tragedia: loco, ciego y furioso" en palabras de Valle-Inclán, una buena descripción por parte de Valle y una buena muerte por parte de Sawa, ¿para qué tanta aceptación y resignación? Si uno viene a este mundo llorando y haciendo ruido ¿por qué no se va a ir de la misma forma? Además era lo que le pegaba a un hombre como él y a una vida como la suya. Fue un personaje cosmopolita, bohemio y exagerado como si cargase él solo sobre sus hombros el mundo de la literatura. Era ese ser diferente que se espera que sea un escritor, cuya vida tiene que ser lo suficientemente desgarrada como para que le creamos cuando nos habla de las pasiones humanas. Su pobreza, su ceguera. Sawa parece un ser recién salido de los huracanes del alma dispuesto a contarnos lo que ha visto. Y también era en sí mismo un personaje irresistible para otros escritores, que lo apresaron entre las páginas de sus obras como quien guarda allí una flor o una hoja fresca. Es el Max Estrella de Luces de bohemia (Valle-Inclán) o el Villasús de El árbol de la ciencia (Pío Baroja).

Madrid simpatiza con todos los aventureros, a la sola condición de que sean valientes

Hay una imagen de Sawa, quizá la que más circula, con tanta fuerza que siempre me recuerda a la mítica del Che Guevara, aunque sea menos popular, una imagen destinada a la eterna seducción. Muchas veces me quedo mirándola y no me parece alguien del pasado, sino simplemente inalcanzable. Ojos negros y brillantes como con algo de opio dentro, enorme misterio, belleza distante y esas melenas que Pío Baroja valoraba tanto. Las menciona (y no será la única vez) cuando cuenta cómo lo conoció: "A Alejandro Sawa le conocí una noche en el café de Fornos, estando yo con un amigo. La verdad es que no había leído nada suyo, pero su aspecto me impuso. Un día fui detrás de él, dispuesto a hablarle, pero luego no me atreví. Unos meses después le encontré una tarde de verano en Recoletos, con el francés Cornuty. Cornuty y Sawa fueron hablando, recitando versos, y me llevaron a una taberna de la plaza de Herradores. Bebieron ellos unas copas, las pagué yo, y Sawa me pidió tres pesetas. Yo no las tenía, y se lo dije (...). Después, cuando publiqué Vidas sombrías, algunas veces, a altas horas de la noche, le solía ver a Sawa con sus melenas y su perro. Me daba la mano con tal fuerza que me hacía daño, y me decía en tono trágico: Sé orgulloso. Has escrito Vidas sombrías". A pesar de esto, Sawa no admiraba a don Pío. Habría que verlos juntos, uno tan contenido y el otro tan desbordado.

Qué Madrid aquél por el que deambulaban estos pedazos de escritores y que a Sawa le parecía "una población grande y viciosa. Madrid simpatiza con todos los aventureros, a la sola condición de que sean valientes y no se dejen dominar por escrúpulos de vergüenza. Madrid es la capital de España y la gran población predilecta de la canalla". ¿Han cambiado las cosas? En ese Madrid de 1887, que como en éste se podía triunfar o fracasar, brillar o morirse de asco, sitúa Sawa a Carlos Alvarado, el protagonista de Declaración de un vencido, una de sus mejores novelas, una de las más personales y menos naturalistas, que imprime un giro decisivo a su narrativa y que acaba de ver la luz en la editorial Cátedra.

Como dice Francisco Gutiérrez Carbajo en el estudio que precede a la novela y donde se nos aportan las claves de un mundo, cuyas ambiciones, deseos y decepciones nos pueden hacer comprender mucho mejor el nuestro: "El joven protagonista es uno de los muchos que llegan desde provincias, según el propio Sawa, a comenzar por Madrid la conquista de Europa, sin más bagaje que un drama, una novela o una obra literaria cualquiera, bien acondicionadas en el fondo del baúl, y dos o tres cartas de recomendación para otros tantos personajes acreditados en la corte. Aunque en un primer momento parece que ha escalado puestos en la esfera social e intelectual, pronto empieza a descubrir la hipocresía de los usos políticos y sociales, y más tarde la hostilidad y el abandono de sus conciudadanos: ni uno solo de los 'quinientos mil hombres que forman la población de Madrid' le animará en sus desfallecimientos ni le tenderá la mano cuando caiga".

También la vida venció a Sawa, y él lo declaró, y Manuel Machado lo confirmó en su epitafio: "Jamás hombre más nacido / para el placer, fue al dolor / más derecho. / Jamás ninguno ha caído / con facha de vencedor / tan deshecho".

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