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Columna
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Camps y Garzón

Manuel Rivas

La primera vez llamó porque tenía dudas con la combinación de telas y texturas. Realmente, ¿podían casar bien el tweed y la seda? La segunda vez fue para consultar al sastre si el traje milrayas aceptaría un chaleco liso. Otra llamada. ¿Qué botón convenía dejar fuera del ojal para lograr un punto de descuidada elegancia? Él era un hombre bien plantado. Con buen talle. Resistía el acoso conspirativo de la grasa que lleva aparejada la política populista. Pero aquel día se sentía incómodo con todas las prendas. No se encontraba a sí mismo. Tal vez por eso no podía soltar el móvil. ¿Por qué llamar de forma tan compulsiva a un sastre? Por su agenda frenética de presidente, no tenía mucho tiempo para escuchar otros discursos que no fuesen el propio. A veces, ni siquiera ése. Había conseguido hablar en público sobre un asunto y pensar en otra cosa. Pero en una ocasión, en la inauguración de un simposio de antropología, oyó a un conferenciante hablar del "alma externada". Por alguna extraña razón, retuvo ese concepto. Y hoy se había despertado con la idea turbadora percutiendo en la mente. Removía en el vestuario a la búsqueda del alma externada.

Siempre había sido consciente de la correspondencia entre el ser y el vestir. Pancho Villa sólo se quitó el sombrero dos veces: una para nadar y otra para morir. ¡Bah! ¿Eso era un chiste o lo había oído en otro simposio?

Llamó de nuevo. Con un traje negro, ¿reloj de plata o de oro? Aquel silencio opaco le estaba desquiciando. Otra vez. Había dos rojos que le fascinaban para las corbatas. El Burdeos y el Venecia. ¿Cuál iría mejor con un traje azul noche? No, se estaba liando.

El sastre no podía responder porque estaba ante la policía y un juez buscaba en los trajes la pista del alma externada. Así que llamó a quien tenía que llamar.

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