El buscador del muñeco perfecto
Entre Pinto y Valdemoro, en un terreno inexistente, en tierra de nadie, como si de un Castroforte de Baralla manchego se tratara, tiene Francisco Peralta su nave de trabajo. Gaditano de 78 años, bajito, de ojos vivos y generosidad sabia, Peralta es maestro titiritero. Lleva 53 años investigando cómo hacer una misma obra, La noche, texto que le regalara la escritora Montserrat del Amo, cruce entre la comedia del arte de Goldoni y el Benavente de Los intereses creados. Peralta parece albergar una manera de hacer ya ida. Peralta es de otro tiempo, 53 años buscando, 53 años con la autoexigencia de no mostrar hasta que encuentre "la manera". Toda una autoproclama en tierra de cainitas de la oportunidad y la ocurrencia. Pero su historia comienza mucho antes.
Fabrica marionetas de infinitos hilos que buscan el movimiento ideal
Francisco Peralta: "En el 36, con seis años, me acuerdo de asistir a las funciones de la Tía Norica [compañía de títeres gaditana de la que los primeros datos que se tiene se remontan al siglo XVIII, la más antigua de España y toda una institución en Cádiz]. Me acuerdo de ver subir el telón y no era sólo el de la Tía Norica, sino el de todos los teatros del mundo. Era asiduo, iba constantemente, me gustaba. Era demodé, la barraca en la que se hacía, el telón colgado del techo... Y cuando se abría, no sé qué luces tendrían, era como poder ver al otro lado de la ósmosis, un espacio al que no puedes cruzar, rayaba en lo sobrenatural. El efecto, aquella luz... ¿Cómo iluminaban? Eso me preguntaba entonces y me sigo preguntando ahora".
Peralta recuerda los años de un Cádiz sitiado, que olía a pescado hervido y a gofio, en una casa baja en la que su familia le dejaba tranquilo, le dejaba hacer y meterse, en, como sigue llamándolas él, "sus rutinas". "La verdad es que era muy incomunicado con el resto de la familia. Hacía mis teatritos de papel y me convertí en inventor, aunque lo que ideaba ya estaba inventado. Defiendo a capa y espada que eran inventos, yo no tenía conocimiento de su existencia".
Pregunta. Inventos... ¿como qué?
Respuesta. Por ejemplo, la proyección episcópica, lo que es la cámara negra pero a la inversa, donde lo oscuro es la sala. Iluminaba con bombillas y cajas de cartón, aquello siempre olía a tostado. Ponía muñequitos, al principio boca abajo. Luego descubrí la inversión de la imagen por un espejo... Tenía, eso, 13 años. Luego conocí a una niña, gente bien, que tenía un cine de cuerpos opacos. Y lo reproduje en casa, pero los objetivos los hacía con cristales de gafa, vamos, una aberración óptica de caballo. Siempre he estado muy encerrado, enredado, no puedo contar mi vida de otra manera.
Ahí, Cádiz se aleja, atrás quedan su paso por Artes y Oficios y por un taller de restauración de santos y arte sacro. Y comienza Madrid, en un 48 de posguerra en el que ingresó en la Academia de San Fernando, donde estudió Escultura, unos años que nunca olvidaría: "El clima, ver a la gente que está en lo mismo que tú, eso es muy orientador. Fue una época fantástica", recuerda.
Toda esa formación de raíz helénica, el estudio de la proporción y el cuerpo humano, es el que Peralta ha intentado trasvasar a sus muñecos, como si de esculturas en movimiento se tratara. Al llegar a su taller nos encontramos con los muñecos ausentes, colgados y quietos por toda la nave, llenos de memoria y cubiertos con plásticos transparentes y protectores. Recogidos y silenciosos, tienen más de 50 años de investigación, miles de horas entre maderas, hilos, varillas y obras de Berceo, Lope de Vega, romances medievales, El retablo de Maese Pedro de Falla, la ópera bufa de Mozart Bastien et Bastienne... Muñecos de una complicación suma, de infinitos hilos que buscan el movimiento perfecto. En la nave se respira trabajo y obsesión.
Entre frase y frase, Peralta va dejando traslucir una personalidad afable pero llena de autoexigencia: "Llega un momento en que me doy un asco tremendo", "a todo el mundo se le pasa el tiempo y yo sigo ahí fosilizado", "uno se mueve por arrechuchos, estás bloqueado y de repente, trabajando, lo ves...", "yo soy un histérico...", "me despierto, pienso en un problema y ya no me vuelvo a dormir". Frases que denotan tiempo, delirio, silencio, tozudez y un gran amor a lo que se hace.
Peralta duerme poco, se acerca a los 80, se levanta a las cinco de la mañana y ya está en el taller trabajando. Tras una investigación de más de 10 años, parece haber encontrado el muñeco para representar esa obra, La noche, sobre la que nunca ha dejado de volver. Ha conseguido inventar un títere que le permite hacer todos los movimientos que requiere Arlequino, con sus volteretas y movimientos entre la danza y la gestualidad extrema. Peralta hace una pequeña demostración en la que todas las articulaciones del cuerpo humano parecen estar representadas. El movimiento es suave, poético y plástico, casi irreal. Al preguntarle por ese deslizarse entre la danza y la poesía contesta: "Tengo mis fantasmas, fantasmas que acaban convirtiéndose en modelo. No es que esté imitando a Carmen Amaya, a Antonio o a Marcel Marceau cuando era joven, pero todo eso lo he visto y se te va colando".
P. ¿Montará La noche?
R. Sí, sí. Joder, no tengo más remedio.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.