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Columna
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La caza

No me gusta la caza. No me gusta cazar ni ninguna otra actividad, deporte o diversión que se fundamente en el supuesto de que uno lo pasa muy bien a costa de que alguien sufra o muera. En la caza el que se lo pasa chupi es el cazador que sale de casa pertrechado como si fuera a la guerra, y quienes las pasan putas son los bichos que están tan tranquilos en el campo ignorantes de que les van a llenar el cuerpo de plomo.

Esto es lo que siento y, aunque pueda parecerlo, no pretendo descalificar a los cazadores ni a todo ese fenomenal negocio que hay montado en torno a las monterías. Es más, a mí en el fondo los que van a cazar me dan cierta envidia. Yo sería feliz saliendo con los perros a patear el monte con la emoción de perseguir algo imprevisible. Todo eso me chifla, incluido el piscolabis campestre y la charla en compañía de colegas que comparten afición.

Los tiempos cambian y ahora en las monterías finas hay también cazadores de izquierdas

Soy además consciente de la riqueza que esa afición genera en muchas zonas deprimidas de España y de los enormes beneficios medioambientales que puede proporcionar una gestión inteligente y sostenible de esta actividad. Aunque no siempre haya sido por la conciencia ecológica de los cazadores, en nuestro país tenemos miles de hectáreas de monte que conservan su estado natural gracias a los recursos que produce la explotación cinegética.

Verán pues que estoy lejos de ser un talibán en este asunto, pero, como les digo, todo se me viene abajo cuando hay que apuntarle a un pobre animal que no te ha hecho nada para cepillártelo de un tiro certero. Es superior a mis fuerzas, así que no he salido nunca de montería. Y tal vez debería hacerlo, aunque sea para disparar al aire. Me han invitado varias veces y siempre me ha quedado la sensación de que estaba perdiéndome algo más que unos conejos, la cornamenta de un venado o los colmillos de un jabalí.

Las monterías de ricos son como el palco del Real Madrid o la barrera de Las Ventas, espacios donde se obtiene información y se amasa poder e influencias. A Franco le encantaban y, aunque hubo políticos que se compraron hasta la plumita del sombrero para hacerle la pelota, el general casi nunca dejaba que le distrajeran cuando los guardeses le ponían a huevo la mejor pieza del coto para que su excelencia la ejecutara. Los tiempos cambian y ahora en las monterías finas de la gente gorda hay también cazadores de izquierdas, como mostraron las fotos tan profusamente difundidas del ministro de Justicia y el juez Garzón. Y es más, bastaron un par de instantáneas de ambos vestidos de luces para que Javier Arenas se diera el lujazo de proclamar un domingo que mientras los socialistas estaban de cacería ellos se manifestaban a favor del empleo. La caza no es de izquierdas ni de derechas, pero bien sabe el señorito Arenas que si sólo votaran los cazadores nunca habría un socialista habitando La Moncloa.

Tal vez por mi ignorancia sobre esa actividad tampoco logro ver la relación que hallaron entre la Operación Gürtel que puso en marcha don Baltasar contra los presuntos choris del PP y su coincidencia en una cacería con Fernández Bermejo. Creo que si han querido conspirar contra esa formación, podrían haberlo hecho en lugares más apropiados y discretos sin necesidad de sacar la escopeta y juntarse con otros 50 cazadores.

A decir verdad, resulta incomprensible que, tal y como estaba el patio y sabiendo las ganas que le tenían, don Mariano no anduviera más listo. La secretaria de un ministro tarda 15 minutos en sacarle una licencia para cazar en cualquier coto de España, y 10 si pertenece a una región gobernada por su partido. Les regaló la munición a sus cazadores. Si ya es lamentable que un asunto así haya restado protagonismo a las campañas electorales de Galicia y el País Vasco, aún resulta más patético que, con la que tiene encima el Gobierno, caiga un ministro por ese trámite de la licencia o porque fuera a la montería gratis. Si tuvieran que fusilar a todos los políticos y cargos públicos que disparan de gorra habría cola en los paredones. Así que todo este rollo de la montería se me antoja un hábil ejercicio de ilusionismo para desviar la atención de los marronazos. En cuanto a Garzón, seguro que le da gustito disparar contra los invitados al bodorrio de la niña de Aznar, pero me consta que también la gozó en su día metiendo plomo en la bodeguilla de Felipe González. Es un juez estrella, y a este tipo de cazadores, más que la variedad de especies, lo que les pone es colgar en su pared piezas con mucha cornamenta. Si le sube la tensión abatiendo a una inocente gacela, qué será trincando a una banda de depredadores.

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