Las focas curiosas de Fisherman's Wharf
Exuberantes jardines, refinados tés y fiestas 'potlach'. Días tranquilos en la villa de Victoria, en el extremo occidental de Canadá, donde conviven la pompa británica y las tradiciones de los 'kwakiutl'
Victoria tiene nombre de reina inglesa, con toda su pompa y circunstancia, pero al mismo tiempo es una ciudad risueña, llena de flores y de hidroaviones que elevan sus panzas con alegría. Vuelan a parajes que si no son vírgenes, poco les falta y, además, a poca distancia de una urbe plantada como una joya de la vieja corona en el estrecho Juan de Fuca, el que traza la frontera marina entre Canadá y Estados Unidos.
El palmarés de Victoria no acaba ahí. Es capital de la isla de Vancouver y de la Columbia Británica, una provincia canadiense que tiene casi dos veces la superficie de España y que está repleta de bosques, osos y salmones. Se presta para evocar una londoniana "llamada de lo salvaje". Siempre con el contrapunto de la villa de Victoria y su microclima, que da la vuelta al cliché nevado y lobuno que suele acreditarse a Canadá.
"La noche es para dormir; el día, para descansar". Eso propone un letrero en el centro urbano y da idea de lo que puede deparar la ciudad. Afabilidad de la gente, buen clima pese al Pacífico norte, carillones que hacen más cortas las horas, parques, tótems, ballenas vivas y pescado rebozado con patatas fritas. Lo inglés y lo indígena parecen aliarse como el sol y la humedad para que, al final, Victoria florezca como una rosa de té.
En apenas hora y media se llega en ferry desde la tierra firme canadiense a Victoria. Hace 150 años fue declarada capital de la gran colonia británica del noroeste, y eso aún tiene sus flecos. Es todo un monumento el hotel Empress, construido en 1908 por Francis Rattenbury, autor también del cercano Parlamento, ante el que sigue sonriendo el bronce de la reina Victoria. En el Empress sirven un té de solera y lo han tomado desde Rudyard Kipling a Spencer Tracy, Goldie Hawn, Mel Gibson... No es una mera infusión. Es una carga de profundidad llena de nostalgia. El salón rebosa de artesonados y molduras, con ventanales sobre un puerto donde se mecen los balandros y las gaviotas se posan sobre el sombrero de la estatua del Capitán Cook. Dentro, entre alfombras y susurros, se paladea un blend de té, mezcla sutil de hojas de Assam, Kenia, Ceilán... El Imperio Británico hecho efluvios. Y, por supuesto, no faltan sándwiches de salmón ahumado, pepino y queso cremoso. Ni scones, esos bollos susceptibles de alojar mantequilla y mermelada de arándanos, que algunos aprendimos a amar en las páginas de Richmal Crompton.
Un día es un mundo, a veces. En Victoria puede llegar el momento de ir a ver ballenas más con tus propios ojos que con los del capitán Ahab. Se zarpa de Oak Bay rumbo a las ballenas asesinas (aunque en realidad son una variedad de defín), también llamadas orcas, que pueden pesar 11 toneladas y nadar a 30 millas por hora, pero que están habituadas a las visitas. Hay que atravesar un mar frío, de color acero y muy agradecido dando tantos peces para las orcas, las gaviotas, los leones marinos y los humanos.
Casas bohemias
Ese retazo de vida salvaje se puede compaginar en el mismo día con la vieja Victoria y sus tiendas y galerías de arte en edificios de colores. En Lo Jo (Lower Johnston Street) y calles similares merodeaban los buscadores de oro del Klondike a finales del XIX. Otro buen lugar al atardecer es Fisherman's Wharf, el muelle de los pescadores, donde hay focas husmeando bajo los pantalanes y donde algunos bohemios han puesto casas de madera a cual más inventiva. Parecen barcos a punto de zarpar con sus pequeños jardines, sus gatos y su ropa tendida.
También es bueno para la salud y la memoria un paseo por el barrio chino de Victoria, el primero que hubo en Canadá. Son unas calles sin rastro de opio ni mugre que recuerdan que China es el vecino del otro lado de Canadá. Victoria siempre ha sido un punto de partida para viajar al este o al oeste. En el monumento de la Milla Cero (Mile Zero) empieza a contar la autopista que recorre Canadá durante 8.000 kilómetros. Los primeros kilómetros se hacen en ferry sin problema. Victoria está muy bien comunicada con la ciudad de Vancouver, que es como su otro yo continental, y con Port Angeles, una huella nominativa que dejaron los españoles, a 30 kilómetros o 90 minutos, en pleno Estado de Washington (EE UU).
La debilidad manifiesta de Victoria es por las flores, y eso llega a su apoteosis en los Jardines Butchart. La leyenda dice que John Travolta alquila para su propio regodeo ese sitio de 22 floridas hectáreas cuando cierra al público. El resto de los mortales se disputa una foto ante unos macizos de anémonas a las que sólo les falta hablar. Sin embargo, el Jardín Abkhazi es el que se lleva la palma de la delicadeza y el tiempo perdido. Fue el epicentro del romance casi imposible entre Nicholas Abhazi, príncipe heredero de Georgia (su padre, el rey, fue ejecutado en 1923), y Peggy Pemberton-Carter, inglesa nacida en China. Tras conocerse en París, tuvieron que separarse antes de la II Guerra Mundial. Fueron confinados en campos de concentración: él, en Alemania, y ella, en Shanghai. En 1947 se reencontraron y escogieron Victoria para poner su hogar, y en él, un jardín que desafiara la ruindad del mundo tras tantos padecimientos bélicos. Fueron mimando y ampliando sus plantas hasta la muerte de ambos, pero aún andan bien lozanos sus famosos rododendros o sus suntuosos abetos (spanish fir).
Tampoco hay que olvidar la llamada ancestral de Victoria. Se centra en el parque Thunderbird, llamado así por el más vibrante de sus 45 tótems. En las mitologías indígenas, este ave (Thunderbird; pájaro del trueno en español) creaba el trueno con el batir de las alas, y el rayo, con el parpadeo de sus ojos. Los bellos postes policromados, con sus amalgamas de seres humanos y animales, suponen blasones de clanes y jefes. Ahí se alza también la casa ceremonial de Mungo Martin, un gran jefe y artista kwakiutl. En 1953 promovió la reintroducción del potlach, fiesta para trabar alianzas, gastar y exhibir riqueza con el fin de obtener prestigio. El potlach solía conducir a la ruina del anfitrión, y de la comunidad, por lo que ya fue prohibido en 1885. Todo eso ha sido repescado en Victoria, donde no temen a la historia, ni sus logros ni sus vergüenzas. Esto se aprecia bien en el Royal Museum de Victoria, donde, con motivo del 150 aniversario de la colonia británica, han organizado la exposición Free spirit con la colaboración de la gente. Se aportan cartas, vestidos, utensilios, fotos familiares, cualquier cosa que permita un viaje desde el presente al pasado y refrescar la memoria en vez de apuntarse al tiro del olvido.
» Luis Pancorbo (Burgos, 1946) es autor de Avatares. Viajes por la India de los dioses (Miraguano Ediciones, 2008).
Guía
Cómo ir
» KLM (www.klm.com; 902 01 03 21) vuela entre Madrid y Vancouver con una escala desde 696 euros, precio final. » Air Canada (www.aircanada.com; 914 58 55 68) lo hace desde Barcelona con una escala por unos 860 euros.
» En Vancouver, lo mejor es tomar un ferry (www.bcferries.com) desde Tsawwassen hasta Victoria-Swartz Bay (unos 30 euros por persona y trayecto), a media hora del centro de Victoria en coche o autobús.
Visitas
» Royal Columbia Museum (www.royalbcmuseum.bc.ca). 675 Belleville Street. Todos los días, de 9.00 a 17.00. Precio: 10 euros.
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