Áyax
Excarvando en ese inagotable venero homérico de héroes, pero a la tenebrosa luz moderna de Shakespeare, el poeta griego Yannis Ritsos (1909-1990) escribió una impresionante serie de monólogos dramáticos, que ahora está traduciendo a nuestra lengua con esmero Selma Ancira. El último publicado es Áyax (Acantilado), que está tocado con la trágica hermosura que nimba la frente de los perdedores a los que, cierta vez, confunde la victoria. A juzgar por la continuada inspiración artística que, desde antiguo, ha suscitado el paradójico destino de este héroe griego legendario, a pesar de ser una figura de segundo rango dentro del panteón de campeones homérico, hay que aceptar que la vulnerabilidad del invulnerable Áyax tiene algo de profundamente conmovedor. Hijo de Telamón y de Eribea, Áyax acaudilla a los salaminos en la guerra contra Troya, donde por su gran corpulencia, valor y violencia enseguida destaca, primero al desafiar al temible Héctor, con quien combate durante una jornada entera sin ser derrotado; después, por proteger con su descomunal escudo a Menelao frente a las embestidas troyanas cuando éste trata de rescatar el cadáver de Patroclo; finalmente, por hacer lo mismo, junto con Odiseo, con el de Aquiles. Esta última piadosa y arriesgada acción será, no obstante, la causa de su perdición, porque no acepta el veredicto de sus pares de que las armas del ilustre muerto le sean entregadas a Odiseo en vez de a él, y, furioso, trata de asesinar a todos los jefes griegos, lo que no logra por la sobrenatural intervención de Atenea, que le enloquece hasta el punto de acuchillar a un rebaño de corderos y de cabras en lugar de a sus enemigos. Así, el pobre Áyax se vio además impremeditadamente ridiculizado, sirviendo su patético caso de modelo a Cervantes cuando éste imagina los diversos lances disparatados que enfrentan a don Quijote contra molinos y pellejos.
Pero, a diferencia del hidalgo manchego, Áyax no supo nunca admitir la adversa suerte de no poder distinguir lo real en el momento crucial y se acabó dando muerte con su propia espada. Ritsos le hace hablar durante la vigilia nocturna que precedió a su suicidio con la quebrada voz de un desconcertado despecho. Se siente lastimado por la injusticia y trata de consolarse imaginando que sus enemigos "un buen día también se encontrarán desnudos frente a la noche y su largo camino". Pronto, los lamentos e imprecaciones de Áyax se ceban con él mismo y no le queda más que escribirse un sabio y triste epitafio: "Pero no, que no me recuerden. ¿Acaso importa? Me basta / con lo que encontré al perderlo todo". Al llegar ahí, es casi imposible dar la vuelta a una situación que ya no permite otra intimidad que la de la muerte, cuya tenaz mano amistosa es la única capaz de responder en pie de igualdad a quien sea. Adivinarlo, es lo único que calma al airado Áyax, que, al amanecer, se despide, con un acento de alivio, de Tecmesa, su concubina troyana y la única verdaderamente preocupada por el negro sino de su desesperado captor: "Voy a lavarme, a lavar mi espada -tal vez encuentre / yo un ser con quien hablar. / Qué hermoso día, -¡oh, resplandor del sol, dorado / río!- Adiós, mujer".
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