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Columna
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La pinta de la justicia

Al final consiguió dos cacerías, una el sábado y otra el domingo, privilegios de la posición

El máximo representante de la Justicia española es un tipo con pinta de policía leído, de los que han prosperado y ya no patrullan las calles ni cargan de sin papeles los furgones, sino que visten un sport clásico aunque de medio pelo y sin duda demodé, en pana de tonos caqui o marrones, y espera a los detenidos en un despacho algo mugriento de una comisaría sobrecargada, se levanta con parsimonia de su silla, se ajusta la cinturilla del pantalón sobre una camisa aparentemente limpia pero a todas luces barata, rodea su mesa con una desgana engañosa que podría aliviar a un presunto adversario, se apoya en el borde con las piernas cruzadas, probablemente se acaricia un instante la barba entrecana, lo justo para aparentar que está construyendo un pensamiento, se planta ante el tío esposado que sus hombres han llevado hasta él, probablemente un negro, tan joven que puede que sea menor, le mira fijamente, un buen rato, casi se diría que esbozando una leve sonrisa pero no, se trata de un simple rictus asociado a una concentración que sólo requiere calibre, frunce un poco los párpados para enfocar mejor y dispara. Es conocido por su batería de preguntas, por la infalibilidad de sus interrogatorios. Aunque en distinto modo, le temen tanto sus hombres, que tienen orden de cupo para llenar el furgón, como sus adversarios, que ya no son presuntos desde que son sus víctimas, ni son ya probablemente negros sino negros negros, negros como el betún.

El máximo responsable de la Justicia española es un tipo con pinta de capataz que tuvo estudios primarios y ha prosperado sin moverse del pueblo, de mayoral que siempre será fiel a un señor cuyas tierras ya trabajara su padre, la típica pinta de hombre criado en el campo que se ha ganado la confianza del patrón a base de ser su sombra día y noche, de hacer favores que requieren discreción y de vestir, con una dignidad que no parezca prestada, la ropa usada que desecha el señor y reparte su esposa entre los empleados, toda en muy buenas condiciones, una señora, el típico hombre serio y cabal que recorre en todoterreno las fincas que no le pertenecen con un chaleco de safari de esos que vienen estupendamente porque llevan varios bolsillos delanteros en los que cabe el móvil aunque sea demasiado grande, un modelo antiguo pero que tira bien, el paquete de tabaco, una caja de puritos, la navaja, un calendario con un bodegón de chorizos que pone "Carnecerías Manolo", así, con e, algún palillo que usa distraído, con los brazos apoyados en el volante y el cuerpo inclinado sobre él, levantando un poco los cejas y haciendo tiempo mientras espera a que el señor salga de la sucursal bancaria, en cuanto le ve baja de un salto de su asiento y rodea el coche por la parte de atrás, llega antes que él a la puerta del copiloto y se la abre con puntualidad pero con un cierto aire casual, mirando hacia los lados, como si no fuera un sirviente sino un amigo cortés. El señor es el único que consigue aplacar un carácter que sin su protección le acarrearía más de una pendencia y de dos.

Ésa es la pinta. Pero, como las apariencias engañan, lo que hay dentro de esa pinta no es un policía violento ni un capataz pendenciero, sino un ministro de Justicia que después de una semana de trabajo presumiblemente dura, dada la naturaleza de su cargo, no tiene necesidad de descansar, lo que sería de justicia, sino de matar. Ganas de matar. Para lo cual llama a unos tipos que, aunque sean del PP, son amiguetes suyos, porque el gusto por la muerte ajena no distingue adscripciones políticas, y les pide que le organicen una batida de ciervos en una finca en Jaén, donde los aceituneros altivos que amamantan los olivos del señor. De ciervos. Inocentes ciervos, bellísimos ciervos.

Y ni corto ni perezoso, porque un ministro no puede ser un haragán, se pega el madrugón, se planta los pantalones de pana caqui y carga de escopetas y macutos el todoterreno al que se sube de un brinco, estimulado por los bramidos de terror que poco después oirá y por la sangre que de su propia mano será derramada, feliz con esa perspectiva y con la compañía de su mujer, que lleva a su vez pinta de monja militar, quizá la combinación más escalofriante que pueda imaginarse. Al final consiguió dos, dos cacerías, una el sábado y otra el domingo, privilegios de la posición: ser ministro de Justicia te abre las puertas del campo. Ya a pie de paredón se suceden los besos y los abrazos entre las señoras y las señoritas, golpes en la espalda entre los señores conocidos y apretones de mano quebrantahuesos entre los desconocidos, parabienes a tutiplén. Están todos muy contentos, encantados de ser quienes son: miembros de una banda de matar que se agazapan en la maleza, esperan a que aparezca ante ellos la hermosura y, cuando la ven ante sí, fruncen un poco el ceño, como si fueran a pensar, y disparan.

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