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Columna
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La cabeza voraz de la solitaria

Hasta que no sea desenredada por los tribunales la enmarañada madeja de los espionajes dentro del PP y de los negocios ilegales del caso Correa realizados a su sombra (o en su beneficio), los protagonistas de esos sórdidos manejos político-financieros tendrán la garantía constitucional de la presunción de inocencia que ampara a los imputados en procesos penales. Fortificados tras esa barrera institucional, Esperanza Aguirre y Mariano Rajoy se han apresurado a negar que el PP esté relacionado ontológicamente con esas fechorías. Sin embargo, los predecentes de ese tipo de escándalos en la España democrática han solido vincular de manera inextricable la corrupción individualizada de los bribones con la corrupción institucional de los partidos. No es fácil distinguir entre el cohecho pagado a una formación política y el soborno cobrado por un cargo público o funcionario en su propio beneficio, ni tampoco saber si el comisionista del frac que dice hablar en nombre de un partido se embolsa en realidad la coima recibida.

Antes o después, el PP deberá afrontar sus responsabilidades en este pestilente asunto

La información sobre los gastos y los ingresos de los partidos es discretamente administrada por sus dirigentes. No se trata sólo de la historia secreta de la financiación forzosamente irregular de las formaciones políticas (de nueva creación, como UCD y AP, o emergidos de la clandestinidad, como el PCE, el PSOE o el PNV) durante los turbulentos años de la transición a la democracia, tras cuatro décadas de partido único. Consagrados por el artículo 6 de la Constitución como el instrumento fundamental de la participación política y de la formación de la voluntad popular, el Estado pone hoy a su disposición considerables recursos presupuestarios a fin de que desempeñen ese papel. En 2008, el conjunto de los partidos con representación parlamentaria recibió un total de 78 millones de euros para sus gastos de funcionamiento ordinario. Las subvenciones asignadas a los gastos electorales del 9-M ascendieron a 45 millones de euros (20 para el PP y 19,5 para el PSOE). Hay también una jugosa pedrea de dinero público destinado a los grupos parlamentarios (de las Cortes y las comunidades autónomas) y municipales y a las fundaciones. Los partidos pueden recibir donaciones individuales hasta 100.000 euros.

A juzgar por síntomas detectables también ahora en el caso Correa, esas cantidades nada despreciables resultan insuficientes. La necesidad de ingresos parece irse multiplicando a medida que el techo de gastos continúa elevándose, al igual que la línea del horizonte se aleja del viajero. Los sobresueldos, los gastos de representación, los automóviles, la infraestructura administrativa, los viajes y las escoltas de los dirigentes se suman a los locales de las sedes con su correspondiente burocracia, las campañas electorales de altísimo coste y la contratación remunerada de empresas de servicios para realizar las tareas propias del trabajo voluntario gratuito de los militantes tales como la organización de los mítines o la distribución de la propaganda.

La voraz cabeza de la solitaria instalada en las tesorerías partidistas exige todavía más dinero, sólo conseguible ya mediante la financiación irregular, un eufemismo utilizado para no emplear el término delictiva. La ganzúa es la utilización de las Administraciones públicas -central, autonómica o local- bajo control de un partido, a fin de conceder licencias, subvenciones, recalificaciones urbanísticas o adjudicaciones de obras públicas y de servicios contra el pago de comisiones o de cantidades a tanto alzado por las empresas o las personas beneficiadas. (Dicho sea de paso, el estallido de la burbuja de la construcción no sólo ha agravado la recesión económica sino que puede mermar los ingresos ilegales de los partidos procedentes de los ayuntamientos).

El PP se ensañó con las acusaciones dirigidas contra el PSOE -de forma justificada (el caso Filesa) o no- por episodios de financiación ilegal; además le endilgó la exclusiva de esas prácticas irregulares, pese a ser comunes a casi todos los partidos (baste recordar el caso Naseiro o el caso Cañellas de los populares). Los medios de comunicación alineados con Aznar elevaron entonces a los altares a las mismas personas -produce vergüenza ajena releer los viscosos halagos del director del diario El Mundo al juez Garzón- a las que hoy injurian groseramente.

Aunque el PP trate todavía de rehuir el bulto saboteando la comisión de investigación del Parlamento madrileño, o hinchando como un buñuelo la coincidencia de Garzón en una montería con el ministro Bermejo a fin de apartarle de la instrucción del caso Correa (una causa de recusación tan inexistente como ridícula), antes o después deberá afrontar sus responsabilidades como partido en este pestilente asunto.

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