Cosas que hay que querer
Cada vez que en estos años le he preguntado a alguien más o menos cerca del Gobierno en qué podría sustanciar el cambio político las respuestas que me han dado han girado como una peonza en torno a la gestión. Algunos han aludido a la instalación de nuevas depuradoras -y sí: es una vergüenza que A Coruña o Vigo viertan al mar sus detritus sin complejos en pleno siglo XXI-. Otros, por supuesto, han hablado de las infraestructuras, sobre todo del AVE, que es la gran serpiente mitológica del país, de la que se esperan fertilidades sin cuento. Los que han querido acentuar las diferencias con el PP se han referido, con los ojos entornados, a los 500 metros de protección de la costa o, si eran nacionalistas, al Banco de Terras y la Lei do Hábitat.
Desde el primer día, este Gobierno pensó que iba a perder por la izquierda lo que ganaría por el centro
¡La gestión¡ Ése es el mantra, el quid de la cuestión. Si el bipartito hace balance en algún momento de la legislatura, ésa será la palabra. Caerá en ese caso sobre la cabeza de Anxo Guerreiro, que tiene una mente de hombre de izquierdas de los de antes -una especie de vicio inglés- un volquete de cifras y de informes, redactados por algún jefe de servicio de rostro impenetrable (hay funcionarios con alma de anarquista como abundan los anarquistas con alma de funcionario). Digo a Anxo Guerreiro porque es a él a quien he visto en televisión reclamando al bipartito que haga balance de su gestión y ya Santa Teresa de Jesús nos advirtió de que hay más lagrimas en el cielo por los deseos cumplidos que por los no realizados.
De realizarse, ese balance será prolijo, lleno de filigranas y con alguna advocación a la opinión pública, a la que se presume conservadora y enemiga de prisas. No se concretará en un puñado de ideas claras, como sería deseable. Así se curará el Gobierno bipartito en salud de no haber hecho lo que podría hacer con sólo quererlo, con poseer esa famosa "voluntad política" de la que hemos oído hablar en alguna ocasión. Elaborar una Lei de Caixas, aprobar la Lei de la CRTVG, regular las ayudas a los medios de comunicación, establecer cautelas sobre los procedimientos de contratación son ejemplos de cosas que se podrían hacer en tres meses con sólo quererlo. No precisan de la movilización de recursos humanos -yo sólo me comprometo a redactar esas leyes con algunos amigos-, ni de especificar partidas de dinero en los presupuestos y tampoco poseen una enorme dificultad técnica. Sólo hay que tener coraje, apretar los dientes y aguantar el chaparrón.
Por supuesto, se trata de leyes difíciles, porque es difícil que uno mismo le ponga coto a su propio poder. Pero en Galicia, donde hemos vivido tantos años la égida de un poder liberal conservador que no era ni lo uno ni lo otro, porque nada estaba más lejos de su intención que fomentar la libertad y la pluralidad y porque no conservaba, sino que permitía todo tipo de excesos urbanísticos y cualquier agresión sobre el medio ambiente y el territorio, en Galicia precisamente hay que fomentar no el clientelismo y la dependencia, sino esa minima moralia en la que cada uno sepa que depende de su talento y de su trabajo, y no de sus apellidos o el partido al que está afiliado ¡Eso es ser un país moderno, señores!
Esas leyes marcarían un antes y un después, no sólo por la lección que supondrían para cualquier gobierno futuro sino porque sabríamos entonces que tenemos dirigentes que no se arredran, que cumplen, que no se avergüenzan de sus ideas, ni dimiten de ellas cuando gobiernan. Los progresistas y nacionalistas necesitan constatar que hay un antes y un después, que las ideas importan no sólo cuándo son de derechas y centralistas. En realidad, a veces uno cree que en Galicia la derecha piensa y actúa con desparpajo, como quien se siente en casa, y que los otros parecen estar afectados por una especie de complejo, como si fuesen invitados que han de irse pronto -ya se sabe que la cortesía indica que nos has de pasar más de tres días en casa ajena- y que, por lo tanto, se han de adaptar a las normas del hogar.
Por supuesto que un país ha de ser confortable para todos, también para los que no piensan ni viven ni hablan como uno, y que ha de construirse sobre el consenso. Pero se equivoca el Gobierno bipartito si juzga que no es su obligación que, más allá de la gestión de las cosas, más allá incluso de la política entendida como puro asunto jurídico y legal, no ha de esforzarse por construir una atmósfera en la que se reconozcan sus electores. Desde el primer día este Gobierno pensó que iba a perder por la izquierda y el nacionalismo lo que iba a ganar por el centro. Armado de esa cómoda convicción se aprestó a halagar al electorado que le era esquivo y no tuvo demasiados reparos en decepcionar al suyo propio. Eso tal vez es inevitable, pensarán algunos. Lo es. Pero basta con mirar a Zapatero para comprobar que tampoco hay ningún mal en soportar ciertos envites.
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