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Columna
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Golfos apandadores

El poder, todo poder, genera un magnetismo que atrae merodeadores y descuideros, especializados en facilitar la vida de quienes se encuentran en la cúspide, abstraídos en afanes de servicio público y sin tiempo de atender los propios asuntos domésticos cotidianos. Porque los titulares del poder tienen hijos que escolarizar, parientes que colocar. Necesitan encontrar una residencia donde pasar las vacaciones, deben preparar la vivienda que les acoja cuando dejen sus responsabilidades y hayan de abandonar sus residencias oficiales y así sucesivamente. Además, los reglamentos administrativos con los que se manejan los fondos públicos son muy estrictos y las urgencias se compadecen mal con los plazos y condiciones exigidos. Esa es la brecha por la que se introducen los especialistas en resolver.

Exhiben la cercanía del poderoso para sus negocios y se ofrecen como vía rápida de acceso a los mismos

Por eso, alrededor de todos los presidentes del Gobierno, de las autonomías, de los alcaldes, de los cardenales del sacro colegio, de los obispos o de los presidentes de los clubes de fútbol, pululan esta clase de especialistas a los que se piden resultados sin entrar casi nunca en detalles sobre los procedimientos. La eficacia se sobrepone a cualquier otra valoración, porque debajo de los oropeles subyacen las necesidades inmediatas. Estos activistas, fuera del organigrama de las Administraciones, de la jerarquía eclesiástica o de las sociedades deportivas, aparecen revestidos del desinterés pero enseguida buscan compensaciones interesadas. Exhiben la cercanía del poderoso para agilizar sus negocios y se ofrecen como vía rápida de acceso a los mismos. Esta peculiar dinámica en absoluto es exclusiva de una coloración política o teológica, crece por todas partes y todos se la tendrían que hacer mirar.

Su descripción puede consultarse en dos libros básicos: El arte de medrar. Manual del trepador, de Maurice Joly (Galaxia Gutenberg, 2002) y Diccionario razonado de vicios, pecados y enfermedades morales, de Jorge Vigil Rubio (Alianza Editorial, 1999). Escribe Joly que se tiende a creer que los cargos encumbrados dependen de grandes talentos, lo mismo que se atribuyen grandes causas a los acontecimientos y que un pueblo que no tuviese esa ilusión sería ingobernable. Pero, enseguida, añade que es sencillamente imposible y contra natura que el mérito personal desempeñe un papel siquiera secundario en los conflictos de la ambición y que salta a la vista de cualquiera que es la ley de las simpatías y no la de las capacidades lo que hace que los hombres se presten o se nieguen ayuda. Sostiene que los hombres que necesitan a los demás sólo tienen un medio de utilizarlos para su interés: gustarles. Esto basta, escribe, para explicar en todas las latitudes y en todas las épocas el éxito de la mediocridad.

Por su parte, Vigil Rubio cita a Sloterdij en su Crítica de la razón cínica, donde sostiene que, como hijos de la civilización anal, todos tenemos una relación más o menos difícil con nuestra propia mierda y que disociar nuestra conciencia de nuestra propia mierda es el efecto del amaestramiento más radical para poner todo en orden; porque de ahí deriva nuestra idea de lo que hemos de hacer a escondidas y en privado. Más adelante, Vigil nos pone en guardia frente a los ineptos entusiastas a los que considera como gente muy peligrosa. Esta gente sabe que avergonzarse de su inmoralidad es un peldaño en la escalera a cuyo final se avergonzarían también de su moralidad y por eso se resisten a dejarse invadir por la propia vergüenza y prefieren afiliarse al cinismo. Son hombres que conocen bien el arte de abandonar las causas perdidas, como ahora se está poniendo de manifiesto de manera espectacular.

Muchas estaciones anteriores a esta en la que nos encontramos, de la mano de Correa y "el bigotes", alguien debería haber reparado en el inexplicable tren de vida de estos golfos apandadores, émulos aventajados de los protagonistas de las historias del Pato Donald. Les hubiera bastado para ello atender algunas recomendaciones elementales como las incluidas en la Cartilla del Guardia Civil fechada el 20 de diciembre de 1845, cuyo artículo 23 señala a los guardias que "para llenar cumplidamente su deber, procurarán conocer muy a fondo y tener anotados los nombres de aquellas personas que por su modo de vivir holgazán, por presentarse con lujo, sin que se les conozcan bienes de fortuna, y por sus vicios, causen sospecha en las poblaciones". Claro que quienes cumplen ahora con la anterior definición, en lugar de infundir sospechas, suscitan admiración y reciben reverencia pública, son los famosos. Comprobamos que en estado de "naturaleza caída", como le dice Pascal joven a Descartes en su encuentro del Teatro Español, se prefieren los atajos suculentos. Continuará.

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