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Televisión

Final feliz

Habían perdido su capacidad para influir eficazmente en los procesos de toma de decisiones políticas, aunque conservaban un fuerte espíritu de cuerpo, que se alimentaba de una ideología macerada en la Guerra Civil y consagrada en las Leyes Fundamentales del régimen: los militares eran los garantes del orden institucional y los depositarios de los valores patrios. Las contradicciones propias de esta ambigua posición les impidieron dictar la agenda de la reforma política aunque les abrieron margen suficiente, o eso creyeron, para ejercer un derecho de veto: no decidirían lo que era preciso hacer, pero no permitirían que se hiciera lo que de ningún modo se podía hacer.

Sobre todo, la legalización del Partido Comunista. Tal era el límite que el Gobierno traspasó un Sábado Santo, a la caída del sol. Sin poder para marcar la agenda, y con el derecho de veto volatilizado, los militares presenciaron impotentes la serie de decisiones tomadas por Adolfo Suárez con la vista puesta en la convocatoria de elecciones generales. La dimisión del vicepresidente de la Defensa no había bloqueado las negociaciones con los sindicatos y la nota colectiva de la cúpula militar no impidió la legalización del PC.

Extendió, sin embargo, un difuso malestar, con desplantes, insultos y conatos de rebelión. Esta mezcla de bravuconería e insubordinación -muy bien captada en la miniserie 23-F: el día más difícil del Rey- fue fraguando en conspiración contra Suárez, a la que un general-político, Alfonso Armada, pretendió dar salida propinando un golpe de timón que elevaría a una personalidad militar a la presidencia del Gobierno con el apoyo de la mayoría de diputados.

Que este dislate engordara en la segunda y terrible mitad de 1980 se debió a la exasperante presión terrorista, por entonces en su cima; a las pulsiones suicidas que acabarían por destrozar a UCD; a la errática política autonómica; a ciertas conversaciones equívocas; a la impaciencia de la oposición por romper al partido del Gobierno y, en fin, a la retórica del esto-no-puede-seguir-así cultivada en los cuartos de banderas.

Contar el 23-F exigiría tener en cuenta todos esos elementos sin los que es imposible entender la conducta seguida por los cabecillas del golpe ni las dudas del Rey, dispuesto a recibir al general Armada para que alumbrara sus pasos en la oscuridad. Su ángel custodio, que toma carne en un general vestido de civil, le salva de caer en la trampa y le conduce suavemente, no sin angustias compartidas por la admirable y maravillosa familia real, hacia la luz. Y mientras las horas transcurren en palacio, los golpistas se sumen en el desconcierto porque ninguno hace lo que el otro espera y porque nadie más, entre los que se quedaron a verlas venir, se echa a la calle.

La correcta factura de la miniserie, la notable interpretación de sus principales actores, las gotas de melodrama familiar, el burdo lenguaje militar, arman un relato muy eficaz, que sintetiza una página, tragedia y farsa, de nuestra historia como traición de un general felón a un monarca demasiado humano que salió del trance convertido en rey taumaturgo.

El segundo y último capítulo de 23-F: el día más difícil del Rey (TVE-1), emitido el jueves, logró 6.920.000 espectadores (35,5% de cuota de pantalla)

Lluís Homar, a la izquierda, en el papel del Rey, y Emilio Gutiérrez Caba como Sabino Fernández Campo.
Lluís Homar, a la izquierda, en el papel del Rey, y Emilio Gutiérrez Caba como Sabino Fernández Campo.

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