Demasiadas bajas
Las renuncias por corruptelas de altos cargos de Obama oscurecen la ética de la nueva era
Dos semanas después de su investidura, el presidente Barack Obama ha sufrido tres bajas prematuras en su Gobierno relacionadas con la integridad de sus designados. Son demasiadas. Las dos últimas, la crucial de Tom Daschle, su estrecho amigo, que se iba a ocupar de reformar la sanidad, y la de la zarina del ahorro presupuestario, Nancy Killefer, prácticamente en un solo día y por olvidos fiscales de los protagonistas. Antes había dimitido el que iba a ser ministro de Comercio, Bill Richardson, investigado por ofrecer contratos a cambio de favores políticos en su Estado de Nuevo México. Y la semana pasada, con la oposición republicana, fue confirmado con reticencias en la Secretaría del Tesoro Tim Geithner, que también había tenido algún descuido con Hacienda.
Estas situaciones suelen ser moneda corriente en los relevos presidenciales. Es raro el inquilino de la Casa Blanca que consigue salvar a todos sus colaboradores más estrechos del furor escrutador de los primeros días. En el caso de Obama, sin embargo, tiene especial relevancia. Es de hecho su primera crisis, sobre todo por el torpe manejo del caso Daschle, y el final de una breve luna de miel llevada en volandas de las expectativas de cuento de hadas suscitadas por su llegada al poder.
Los ciudadanos suelen ser menos indulgentes con las corruptelas cuando esperan de sus gobernantes resucitados Camelots o políticas arcangélicas. Obama ha predicado durante dos años una ética pública por encima de toda sospecha. Ha centrado su campaña en fustigar los modos y la moral de Washington y prometido su limpieza, y transparencia. La retórica electoral, sin embargo, incluso la mejor intencionada, acaba siempre chocando con la realidad. Y estas dos semanas inaugurales confirman una vez más que también entre los supuestamente más virtuosos se dan los pecados, fiscales en este caso.
Los estadounidenses, zarandeados económica y políticamente, han hecho presidente a Obama porque necesitaban desesperadamente creer en alguien. Obama puede argumentar que la salida de Daschle -a quien sin embargo defendía ciegamente la víspera-, la de Richardson o Killefer prueban su compromiso con altos listones éticos en su Administración. Pero es en cualquier caso inevitable que el claroscuro de la tarea de gobernar sustituya más pronto que tarde al halo de irrealidad que ha rodeado su histórica llegada a la Casa Blanca.
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