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Columna
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Y lo que nos queda

Una cosa parece ya clara con Barack Obama, y es que está dispuesto a llegar hasta donde le dejen hacerlo para poner las cosas en su sitio. No es poca cosa, en un mundo de correveidiles. El otro día abroncó la actitud de unos cuantos ejecutivos que en plena crisis se habían embolsado unos cuantos miles de millones de dólares a cuenta del contribuyente. Como es natural, nadie tiene la culpa de la crisis que nos abruma, ni los banqueros por prestar dinero con más prodigalidad que seso, ni los gobiernos por no saber cómo atajarla, ni los economistas por no cumplir con su oficio de verlas venir un poquito antes que el ciudadano de a pie, así que el asunto parece obedecer olímpicamente a los caprichos que se atribuyen a la meteorología, ese zascandil. Y no lo digo por decir, ya que ha sido ponerse seria la crisis y comenzar las oleadas de borrascas y temporales que tienen al mundo sumido en un colapso helado sin que nadie haya sabido tampoco en este caso anticipar del todo la que se nos venía encima, se ve que para añadir un cierto toque shakespeariano a estos avances de la turbulencia verdadera y final que acabará con el uso del mundo en la manera en que ahora lo conocemos.

Si es cierto que todo aquello que puede empeorar termina haciéndolo, pánico da pensar en la que nos espera hasta el próximo verano, si llega. No hay oficio o profesión conocida que no tiemble ante las perspectivas de un futuro que por primera vez desde que disponemos de tanta tecnología se escurre de nuestras manos ante la miopía de nuestros ojos, y si veinte millones de chinos han tenido que reincorporarse a las faenas agrícolas por la crisis de la industria, ya me explicarán cuántos miles de españoles más o menos mesetarios se verán forzados a incorporarse a los cuidados de la cabaña lanar, si es que hay ovejas suficientes para todos. Lo dijo el otro día Arturo Virosque, un empresario ejemplar que empezó como camionero hasta alzarse con la presidencia de la Cámara de Comercio valenciana: se acabaron las pensiones que iban por el monte solas y de aquí a tres años tendremos que emigrar en pateras a territorios de acogida, presuntamente de ultramar. Se ve que, con una mar de por medio, no se atrevió a ofrecer su flota de camiones, no sé si todavía en activo, para colaborar en tan emprendedora aventura. Hay que constatar que el notable empresario se abstuvo de precisar en qué dirección habrán de orientarse nuestras pateras por esos procelosos mares, pues no parece que en Marruecos fuésemos bien acogidos; en las costas de Berlusconi nos enchiquerarían, y tampoco es cosa de arruinar el antiguo esplendor turístico de las Baleares con desembarcos indeseados.

Con decir que hasta las cadenas generalistas de la cosa televisiva andan en crisis y a la greña, está casi todo dicho (pese a que las audiencias deberían dispararse con más de tres millones de parados que no tienen nada mejor que hacer que ver la tele mientras la conserven), aunque es posible que así que pasen un par de años de penuria tampoco Internet sea la bicoca de repuesto capaz de regurgitar tanta desventura. Hay indicios para suponer que todo este descoloque se debe a algo más (en su origen, pero desde luego en su curioso desarrollo) que a las alegrías de los préstamos basura ligados a las inmobiliarias: detrás estaba el lobo disfrazado de pavo real, hincando el diente a la brecha insomne de un imprevisto cambio de época. ¿El siglo XXI? Lo estrenamos ahora. Y, como decía el otro, viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos sus poros, desde los pies hasta la cabeza. Caso de haberla.

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