Historia de un vagón
De la estructura al último asiento, así se construye un tren
Como un mecano gigante. Ensambla, pega, funde, golpea, pinta. Cinco meses de trabajo y tres ciudades (Zaragoza, Valladolid y Madrid) para contar la historia de un vagón, la del Civia en el que cada día suben millones de viajeros de cercanías de Madrid. El tren que viaja de Atocha a Coslada, o de Chamartín a Móstoles. En el que se aprietan cientos de personas en hora punta. Este es su primer recorrido:
PRIMERA PARADA La carcasa
Lo hacen pasar una y otra vez de 0 a más de 100 kilómetros por hora
Seis operarios miran centímetro a centímetro las 200 operaciones del tren
Él es el primero en tocarlo. Sus guantes grises no dejan huella. Ni oye ni habla. Mira por un cristal que le permite fijar los ojos en las chispas brillantes sin quemarse la retina. Un respirador trasero le limpia el oxígeno de humo en la nave de montaje de Zaragoza. Enfundado en su uniforme casi de astronauta, inicia el viaje. En las manos de Miguel Melús, soldador de 7.00 a 15.00, arranca la historia de un vagón que ahora es una lámina de aluminio importada de Suiza, como las navajas. Melús une esa lámina a otra con el soplete. "Es un trabajo muy fácil, lo aprendí con 16 años", explica mostrando sus enormes mofletes tras la máscara. Por delante quedan más de cinco meses de acople de tubos y cables, duchas de agua y arena y pruebas de velocidad para que la máquina esté a punto. Todo en un triángulo del mapa -entre Zaragoza, Valladolid y Madrid- en el que se construye el tren Civia, la estrella de las cercanías de Madrid.
Pero aquí, en la fábrica de Caf de Zaragoza, el futuro vagón aún no se mueve. Los raíles del interior donde juntan, pulen y pintan la estructura están tapados para evitar accidentes. Hay 600 operarios que, como Melús, trabajan en las naves, donde el ruido es como el de un afilador amplificado. La mayoría con máscaras, con tapones naranjas en los oídos, para evitar el estruendo del metal sujeto por una enorme estructura azul de más de un piso de alto aquí llaman la catedral. Por dentro se unen de forma manual, por fuera con robots, que cortan con sus largos brazos las cavidades de las futuras ventanas y puertas y dejan pequeñas virutas plateadas que parecen adornos navideños.
"Estupenda esta máquina, que trabaja igual esté triste o cansada, no falla". Habla el ingeniero Fernando Anoro, el jefe de la planta. Con su bigote peinado y una corbata de círculos examina el trabajo en la nave que huele a ozono, "como el olor de una tormenta justo después de que caiga un rayo". Tres décadas de oficio a sus espaldas. Lo suficiente para halagar de primera mano el cambio del tiralíneas en las mesas en diagonal al diseño por ordenador. "Antes cambiábamos varias veces los planos porque variaba un milímetro de un ingeniero a otro y ya no servía, afortunadamente ahora todos están conectados en red". En las oficinas del piso superior, las mentes pensantes en cubículos separados por cristales ahumados. Cien mandos intermedios y 150 técnicos que dan vida virtual al vagón. Sergio Lafuente, responsable de estructuras, cruza en su pantalla los datos del futuro tren con un simulador de velocidades e impactos. La gama de colores que sale en el ordenador van del azul (señal de todo en orden) al rojo (peligro). Que se encienda el rojo en un impacto figurado en su pantalla significaría miles de muertos en un choque real sobre los raíles. Por suerte no hay ni una motita de carmín en su pantalla. Ventajas de la informática. Ayuda en casos de vida o muerte y también en cuestiones más livianas.
Antes de los CIVIA era necesario hacer una maqueta tamaño real para comprobar cómo quedaría un vagón. "Ahora disponemos de maquetas virtuales en pantallas envolventes que se ven con gafas de 3D", explica Lafuente. "Y nos permite hasta cambiar el color de los sillones o moverlos de sitio".
Nuevas tecnologías en la planta superior. Unos metros más abajo -donde las láminas soldadas ya forman una carcasa metálica- vuelve el proceso manual. En la segunda nave en la que entra el vagón huele a goma y pegamento. Un operario con una manguera baña con arena la estructura. Arena plateada de lujo que se pierde entre los dedos. Es el corindón, un mineral que forma los rubíes cuando es rojo o zafiros si es azul. En este caso, más prosaico que una joya, limpia las asperezas, deja la superficie lisa sin las huellas de soldaduras. El esqueleto del futuro vagón está listo para el maquillaje en la tercera nave, una sala con calefacción donde recibirá tres capas de pasta y pintura minuciosas que le acerca un poco más a su aspecto final. A cielo descubierto, un pintor con el gorro hasta las cejas tapa los últimos agujeros. Ha pasado más de un mes y medio desde que empezó a gestarse el vagón. Ya está listo para su primer viaje, que será en camión. Con los huecos de ventanas y puertas cubiertos con paneles por si llueve y bien sujeto al tráiler hará su único recorrido sin raíles, rumbo a Valladolid.
SEGUNDA PARADA Las tripas
El jefe de fabricación mira el reloj. El camión se retrasa. Un atasco, le avisan. En unos minutos enfila la entrada de la fábrica de Renfe. Llegan las cajas con las sillas, los cables y los tubos construidos en Madrid, País Vasco y Cataluña. Y el vagón, que aún no tiene nombre. Entra uno cada 15 días. En Valladolid -una fábrica de ladrillo visto de principios del siglo XX a unos metros de la estación del AVE- lo visten y lo bautizan. Nada poético. De apellido CIVIA. El nombre parece el de un robot de la Guerra de las Galaxias: 465C23. Lo llevará impreso durante sus 25 años de vida.
Elevan el esqueleto del tren. Lo rodean de andamios naranjas por donde trastearán los especialistas los próximos dos meses. Más de 500 trabajadores propios, otros 150 de empresas externas contratados para llenarle las tripas. Primero, el techo. El montaje dura tres días. En lo alto se instala la climatización, el equipo de extracción y los altavoces.
"Lo más delicado es el proceso de cableado", explica Ismael Ruiz, jefe de fabricación. La luz, la electricidad que mueve el tren, los transmisores que lo frenan, todo queda fuera de la vista del viajero. Las luminarias se colocan después, con el mecanismo que acciona las puertas. "Esto es como montar un mecano", compara Alberto Morales, llave inglesa en mano. 28 años de operario. Suena Radio Oló en su transistor. "Es para entretenernos un poco". Durante ocho horas al día atornilla placas, fija cables y sujeta mamparas. Pertenece a la cuadrilla de internistas, seis trabajadores que revisan centímetro a centímetro las 200 operaciones dentro del vehículo. Después lo llevan a la "ducha", donde lo someten a un lavado a presión para comprobar que no entra agua por ninguna rendija. Le colocan los asientos, los monitores, la palanca de seguridad. Ya pesa seis toneladas, mide 17,7 metros de un extremo a otro, como un edificio de seis plantas. Y lo ensamblan. El vagón se une a otros cuatro. Juntos cuestan cinco millones de euros. Listo para el siguiente destino. Recorrerá 300 kilómetros de raíl para pasar su último examen.
PARADA FINAL El examen
Un tren blanco y rojo de 100 metros toma la curva y entra sin hacer ruido en el taller de Humanes, en Madrid. Huele a nuevo. Es nuevo. "Aquí comprobamos los órganos vitales, los motores", dice Jesús Yuste, uno de los responsables del taller de Renfe donde trabajan 40 personas. Lleva mono, chaleco amarillo y botas gruesas que le permitirán saltar a los fosos y mirar el tren desde abajo. El vehículo está aquí para coger velocidad, para explorar sus límites durante un mes.
Antes de que llegue al andén, inspectores de Renfe, de CAF y de Siemens -responsable del software- lo harán pasar una y otra vez de 0 a más de 100 kilómetros por hora para llenar un archivador de hojas con sus calificaciones, que irán firmadas por la inspección de Renfe para poder cargar viajeros. Probarán sus cinco tipos distintos de freno: el de chequeo, el de servicio, el neumático, de urgencias, auxiliar y de estacionamiento. Todos se suben al tren. A los mandos un maquinista que huele a Baron Dandy. El ingeniero responsable de pruebas en vía, Raúl Mateo, muestra un ordenador lleno de gráficos y curvas. El coche arranca.
"Ponlo a 120", le grita alguien al conductor. Prueban el frenado de urgencia. Tarda 27 segundos en parar. Recorre 481 metros. "Bien, vamos bien", aprueba Mateo. La distancia máxima permitida por el protocolo de seguridad oscila entre 527 y 427 metros. Prueba conseguida. Vuelve a ponerse en marcha y pasa delante de un poblado chabolista mientras unos y otros anotan los registros en la documentación y los gráficos del ordenador. Tiran de la alarma para ver si suena. Y se oye un pitido estridente. También lo anotan en el dossier a unos metros del final de etapa. El CIVIA 465C23 frena en Atocha, listo para el viajero. El nuevo vagón, que empezó su historia en Suiza, ya no volverá a salir de Madrid.
El viaje interior de un tren
- Ensamblado a mano y a máquina. El recorrido del Civia arranca en la fábrica de CAF de Zaragoza. Operarios cubiertos como astronautas funden las enormes láminas de aluminio para la carcasa. Se oye el estruendo y huele a tormenta. El brazo de un robot cortará los huecos para las ventanas. / BERNARDO PÉREZ
- Limar asperezas. Un grupo de 600 hombres trabaja en la nave zaragozana en la que nace el tren. El proceso dura 45 días, en el transcurso de los cuales el vagón recibe un baño de arena para limar las asperezas del aluminio y varias capas de pasta y pintura que le acercan más a su aspecto final. / B. P.
- Ni un cable a la vista. La carcasa ya pintada viaja en camión a la fábrica de Renfe de Valladolid, donde le rellenan las tripas. Sólo el montaje del techo, que esconde el cableado que conecta el vagón al resto del tren y a la cabina, dura tres días. Bajo las placas blancas de la parte superior queda el aire acondicionado y los altavoces que avisarán: "Próxima parada...". La cuadrilla de internistas revisa al milímetro las 200 operaciones necesarias dentro del vehículo. Tornillo a tornillo, clavija a clavija. Un trabajo monótono de ocho horas diarias que alegran con un transistor
y coplas. En Valladolid, el vagón ya tiene nombre: Civia 465C23. / CLAUDIO ÁLVAREZ
- Chequeo a los órganos vitales. El tren recorre 300 kilómetros sin pasajeros rumbo a su primer examen. En el taller de Humanes (Madrid) lo vuelven a revisar y lo ponen a prueba. De 0 a 100 kilómetros, varias veces. Para aprobar, debe frenar antes de recorrer medio kilómetro de distancia. / ÁLVARO GARCÍA
- La luz al fondo. El tren viaja a Atocha. Incluye cinco vagones y mide aproximadamente 100 metros de la cabecera a la cola. Ha costado cinco millones de euros y más de cinco meses de trabajo. / ÁLVARO GARCÍA
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