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Columna
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Contra el tedio

No diré yo que contra Eduardo Zaplana vivíamos mejor, pero no me negarán que en su época pasamos muy buenos ratos con las ocurrencias de Consuelo Ciscar, y ahora ni siquiera nos queda el consuelo (valga la no redundancia) de que un depredador de marca como Juan Villalonga se alzara finalmente con las riendas del Valencia futbolero. Si a ello se une el silencio fantasmático de Francisco Camps, la recién adquirida templanza de un Carlos Fabra al que por un pelo judicial no le ha vuelto a tocar este año la lotería o el escaso juego escénico que proporciona Gerardo Camps, no resulta raro que los sociólogos y otros amantes de las emociones fuertes anden lamentándose por las esquinas periodísticas a cuenta del tedio que despierta la política valenciana, en la que incluso Rita Barberá está más calladita que de costumbre y Jorge Alarte tiene esa pinta de buenísima persona que las señoras inquietas por el futuro de sus hijas desearían como yerno, aunque las interesadas tiemblen de espanto ante la remota posibilidad de que las saque a bailar sujeto tan educado. Y así no es extraño que cunda el desánimo, se dispare el paro, la inmigración mengüe y los columnistas oscilen entre la tentación de pasarse a las cada vez más nutridas páginas de sucesos o redactar un nuevo perfil acerca de los propósitos y de las posibilidades reales de Barack Obama, un tema que da para mucho, como con gran agudeza ha señalado José María Aznar, sobre todo por lo exótico del asunto.

Y, sin embargo, bien podría decirse que el capitalismo avanzado y su delegación parlamentaria, la democracia moderna, son cualquier cosa excepto fuente de aburrimiento. No ya José María Aznar, que es un mala sombra de mucho cuidado y que reinó durante ocho interminables años antes de descubrir que podría hacer lo mismo y cobrar más sin asumir responsabilidad alguna, sino el mismo Silvio Berlusconi, por ejemplo, al que todo caballero bien nacido desearía tener por compañero en una noche de farra. Ese es el auténtico político posmoderno, en la Italia de Berlinguer y Bertolucci, un auténtico payaso que sin duda se ha tragado las obras completas de Jean Braudiliard acerca de la cultura del simulacro, si es que no se trata de un discípulo aventajado de Dario Fo. Todos estos políticos, y tantos otros más, siguen actuando en una especie de Macondo siempre originario y siempre incompleto, cuando, al decir de García Márquez, "el mundo era tan joven que las cosas carecían de nombre, y para designarlas había que señalarlas con el dedo". El mundo ya no es tan joven, es cierto, si se excluye de él, como se está haciendo, a los jóvenes que tal vez jamás serán adultos, pero los políticos siguen aferrados a esa manía como de cine mudo de señalar los problemas con la firmeza impostada de sus dedos, lo que está muy feo en la época de los efectos especiales.

Aunque para efectos especiales los que se producen, digamos que espontáneamente, en cuanto nieva un poco más de lo previsto y los vientos soplan fuerte. Asistimos entonces a una espectacular cadena de desgracias, sobre la que los telediarios hacen su agosto, y en la que no faltan la docena de ancianos más o menos rurales calcinados por sus braseros. No deja de ser extraño en un país que hasta hace cosa de meses se hacía pasar por la octava potencia del mundo mundial. Sería cosa de chiste si tuviera maldita la gracia. Y ni siquiera resulta jocoso comprobar que el capitalismo avanzado, con sus representantes al frente, progresa un tanto a la manera de los cangrejos. Menos mal que el paro azuza el ingenio y las virtudes de la improvisación, remedio infalible contra el tedio uniformador del pleno empleo.

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