Cómo abordar el cambio federal
España puede federalizarse más a nivel institucional. Pero aún es más importante que lo haga a nivel cultural. La esencia del federalismo es el pacto, la renuncia a los maximalismos centrípetos y centrífugos
Pero no somos ya un Estado federal? Sí y no. Poseemos muchas de las características propias de un Estado federal, pero todavía carecemos de algunos de los rasgos, sobre todo en el terreno de la cultura, privativos de esta forma política. ¿En qué consiste, entonces, la cultura política federal que todavía no poseemos?
Quizás el patrón institucional más claro del modelo federal lo estableció hace ya unos años un conocido politólogo belga cuando, citando una variedad de casos de federalismo, advirtió algunas constantes en todos los ejemplos. Para Laenerts hay federalismo, primero, siempre que nos encontremos ante un Estado compuesto, con niveles de gobierno o instituciones de poder de ámbito nacional y también territorial. En segundo lugar, la forma política federal lleva a cabo un reparto de atribuciones políticas sobre un determinado espectro competencial, del que ninguna instancia de gobierno puede disponer unilateralmente, por encontrarse establecido en el plano normativo constitucional. En tercer lugar, indefectiblemente, en el Estado federal debe de haber una instancia jurisdiccional que resuelva los conflictos entre los poderes generales o territoriales, con criterios exclusivamente técnicos, esto es, aplicando de manera independiente el parámetro competencial constitucional.
Hay que civilizar los conflictos para acomodar las diferentes regiones y naciones de España
Se precisan operarios pragmáticos. Sobran los planteamientos agónicos, las resistencias a ultranza
Si convenimos en este canon, nosotros somos ya un Estado federal, aunque no nos llamemos de este modo.
Es más, nosotros a simple vista parecemos adecuarnos al patrón cultural en el que suele incluirse el sistema federal: somos una nación con una dosis pluralista considerable, resistente a aceptar moldes homogeneizadores. Azorín nos recuerda el contraste que ya Gracián recogía entre Francia, donde la homogeneidad geográfica y social facilitaba la gobernación, y España, "donde las provincias son muchas; las naciones diferentes; las lenguas varias; las inclinaciones opuestas y los climas encontrados", y donde, por tanto, se necesitaba gran "capacidad" para unir. Ocurre asimismo, como viese mejor que nadie Gumersindo Trujillo, que la democracia española siempre ha sido federal, quiere decirse descentralizada o reconociendo el pluralismo territorial; y la justificación del federalismo, a su vez, se ha formulado en nuestra historia siempre también en clave democrática.
¿Cuáles son las posibilidades de federalizar nuestro sistema incrementando lo que podríamos llamar sus amarres de esta clase? La federalización de nuestro modelo, en primer lugar, debería partir de una labor de clarificación de esta forma con la referencia confederal. El sistema confederal no puede presentarse como una profundización del sistema federal, como el modelo federal es un perfeccionamiento del sistema autonómico. La confederación destruye y niega el modelo federal. La confederación no es más federalismo, sino al contrario, menos; en realidad, es otra cosa que el federalismo. La confederación no es un Estado compuesto, un modo de reforzar su unidad política, sino un compuesto de Estados, una unión política débil y por esencia inestable y pasajera de Estados. Una forma política en movimiento, por la que se pasa hacia la federación o la independencia, pero en la que nadie permanece, como lo mostró en el siglo XVIII la Confederación americana y en el siglo XX la Confederación soviética. Se trata de una estructura política de base cuestionable que las unidades políticas soberanas que son los miembros aceptan mientras quieren, y que resulta sumamente ineficaz, pensada para llevar a cabo funciones políticas limitadas, y cuyas decisiones son sometidas a la ratificación de los elementos que integran el conjunto político.
En España la profundización federal requiere sobre todo dos actuaciones: la primera a llevar a cabo en el plano de la articulación, profundizando en los amarres federales. El federalismo es una forma política que aumenta la capacidad del aparato institucional común, sin negar la autonomía de sus integrantes y la contribución de éstos al funcionamiento del Estado compartido. Tanto el momento de la autonomía como el de la integración son imprescindibles en esta delicada maquinaria política, en la que ambas dimensiones han de disfrutar de sus oportunidades y medios de actuación. No se establece un sistema federal sin el reconocimiento a sus miembros de un amplio espectro de competencias políticas, legislativas y de gobierno. Ello es así porque el Estado federal, al que objetivamente le caracteriza el pluralismo, reposa en la valoración positiva de la iniciativa de sus integrantes, más fácil de llevar a cabo en una arena política cuyo tamaño reducido posibilita la participación y el protagonismo político. Si la democracia supone más oportunidades de actuación política, el federalismo aparece como un sistema en el que la participación resulta más sencilla y fácil de llevar a la práctica.
Pero el federalismo es pacto (foedus), un modo de unir a través del establecimiento de mecanismos de articulación. Sabemos lo mucho que en este sentido puede federalizarse nuestro Estado autonómico. Pensemos, en este plano, en lo que queda por hacer, construyendo un Senado auténticamente territorial, que atribuya en la formulación de la política autonómica un mayor peso a esta Cámara.
Pensemos también en las Conferencias Sectoriales que permitan la discusión y, si es posible, la articulación de políticas de gobierno en reuniones de los ejecutivos autonómicos.
En tercer lugar, un replanteamiento auténticamente articulador de la legislación del Estado y de las comunidades autónomas superaría la idea meramente espacialista de las bases, concebidas como margen para la ordenación territorial, asumiendo una idea más principial de las mismas como decisiones, ciertamente establecidas de modo conjunto, que resguarden el grado imprescindible de homogeneidad y contenido común que la regulación de un determinado ámbito material necesita en todo el sistema jurídico español.
Pero ni que decir tiene que es en el plano espiritual o de la cultura política donde nuestro sistema autonómico requiere de una contribución federal. El federalismo es ciertamente una forma política refinada, montada sobre un difícil equilibrio, pues no deja de señalar un punto intermedio entre la centralización y la independencia. En la forma federal operan tendencias centrípetas que exageran la homogeneidad y pulsiones centrífugas que subrayan el particularismo y la autonomía. Es, en efecto, una segunda opción después que la uniformidad y la independencia se han hecho imposibles, pero que pueden seguir como sirenas homéricas atrayendo con fuerza sobre todo en los momentos de dificultad y tormenta.
La cultura espiritual del federalismo reclama sensatez y prudencia, renuncia a la maximización de las posiciones e intereses respectivos del centro y de los integrantes del pacto político. Sobran entonces en la cultura política del federalismo los planteamientos agónicos, las resistencias a ultranza, ya traten de recuperar la uniformidad o se hagan valedoras de la excepción. Lo que necesita la maquinaria federal es operarios pragmáticos, partícipes de la cultura del gradualismo y del pacto.
Todo es discutible, no hay nada sagrado, intocable o irrenunciable. Sólo es imprescindible la devotio a las reglas de juego, entre ellas, naturalmente, el respeto a las decisiones de la clave del sistema, se llame Tribunal Supremo, en Estados Unidos, o Tribunal Constitucional, en España.
Esto supone, sin duda, renunciar a un planteamiento identitario de los conflictos políticos y admitir su conversión en términos jurídicos cuando se presentan ante la instancia ad hoc que la federación ha reservado para estos supuestos. Es precisamente esta civilización del conflicto lo que permite la acomodación y el reconocimiento de las distintas naciones y regiones, ellas internamente también plurales, que coexisten en España.
¿Queda entonces mucho trecho para que seamos un sistema federal? La respuesta puede abordarse nominalmente, en el terreno normativo, o atendiendo a la práctica efectiva del sistema. Deberíamos pensar, es nuestra conclusión, antes que cambiar el nombre del sistema autonómico en mejorar su funcionamiento, reforzando, en el plano institucional, pero sobre todo espiritual, lo que hemos llamado sus amarres federales.
Firman este artículo Ramón Maíz, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Santiago, y Juan José Solozábal, catedrático de Derecho Constitucional de la UAM.
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