Entre muros
Uno de los elementos tradicionales de debate cuando se habla del mundo de la enseñanza es que todos los grandes proyectos de reforma o de cambio han de pasar por esa gran prueba de fuego que es el interior de la clase. De alguna manera se asimila lo que ocurre entre los muros de una clase a la privacidad de un hogar. El film de Laurent Cantet La clase, Palma de Oro del Festival de Cannes, nos permite entrar en ese mundo especial de relación personal y formativa que constituye un curso de Lengua Francesa en un instituto de secundaria de un barrio periférico de París, a lo largo de los meses que dura un curso, de septiembre a junio. La repetición cotidiana de esos 55 minutos en que transcurre la clase nos permite asistir a la tensión, la alegría, la violencia, las ilusiones y decepciones de un conjunto muy diverso y heterogéneo de adolescentes. Al mismo tiempo asistimos a cómo gestionan y viven esa cadena de acontecimientos y sensaciones un grupo también diverso y heterogéneo de profesores, que tratan de discernir el grado de rigidez y flexibilidad con el que han de aplicar a diario reglas, rutinas y procesos, mientras expresan emociones, rabia, impotencia o simple profesionalidad. Como ocurría con el filme Etre et avoir, el seudodocumental encarnado por el profesor López en una aula unitaria perdida en el Macizo Central francés, se nos invita a observar el ritmo especial del rito formativo. Con menos naftalina pedagógica que en el filme citado, el profesor Marin, alias del protagonista, François Begaudeau (profesor y autor del libro en el que se basa el filme, libro disponible ya en catalán y castellano), nos muestra un peculiar estilo formativo, más centrado en el diálogo y en el tratar de que el aprendizaje de la lengua se base en las experiencias vitales de los alumnos, que en los protocolos más frecuentes. No hay heroicidad ni paternalismo en la labor que nos muestra el profesor. Se dan errores y fracasos, tensiones y desencuentros, pero también pequeñas victorias y significativos avances.
El film 'La clase', de Cantet, permite ver las tensiones, ilusiones y decepciones de un conjunto heterogéneo de adolescentes
La cámara no es complaciente. Nos invita a ver la clase como un espacio de pugna, de constante fricción, mejor o peor canalizada. Los alumnos expresan su rechazo a lo que entienden como simples ejercicios jerárquicos o poco comprensibles, piden constantes explicaciones o simplemente dejan pasar el tiempo, buscando pequeñas alternativas a su encierro. La tan cacareada diversidad (étnica, cultural, familiar, de vestimenta o de momento vital) explota ante nuestros ojos y exige constantes esfuerzos de comprensión, reconocimiento y gestión por parte del profesor. El trabajo de los jóvenes es extraordinariamente real, fluido, sentido, mostrando la gran labor de aprendizaje que el equipo ha realizado con los voluntarios, alumnos reales de un instituto, a lo largo de muchos meses. Me ha recordado el también extraordinario filme de Kechice L'esquive, por su capacidad de dejarnos ver cómo trascurre el tiempo, concediendo espacio a las cosas que lo merecen, como ocurre, por ejemplo, en el caso del comité de disciplina que debe decidir la expulsión de un alumno, ante una madre que no entiende nada y a quien nadie traduce nada. Parece un documental, pero estamos ante una ficción que busca documentar.
¿Qué conclusiones sacar de ese mirada indiscreta al sanctasanctórum de la experiencia educativa? El filme no pretende realizar un análisis crítico o un balance sobre la situación de la enseñanza en Francia. Se limita a mostrarnos el tipo de cosas que ocurren en esos sitios especiales llamados institutos, en los que los nuevos adolescentes se enfrentan a un sistema que no los entiende o no los reconoce. Hay más adolescentes que antes en unos institutos a los que antes muchos ni llegaban. Esos adolescentes no encajan bien en una concepción educativa que los ha definido como "lugares sin saber", una concepción que sigue pensando que detrás tienen una familia que cumple con su parte del contrato educativo tradicional, y que entiende a la escuela como el lugar (como dice Narodowsky) en el que se dosifican saberes y haceres, gradualidades y normalidades. La posición de alumno se basa en su condición de infante, de menor, sea cual sea su edad. El filme nos muestra a un profesor que vive en tensión la necesidad de cumplir la misión que se le ha encomendado y al mismo tiempo la emergencia de saberes y habilidades propias de los alumnos (expresión vía imagen o nuevos formatos musicales) que no encajan en aquello previsto. El instituto está lleno de reglas cuyo cumplimiento varía en función de quién las aplica y de la coyuntura. Constantemente vemos en el filme desviaciones, convenciones, transgresiones, normalidades, que van y vienen, como los alumnos expulsados y reingresados de un centro a otro.
Desde mi punto de vista, el gran acierto del filme es no darnos recetas, sino sugerirnos que tenemos enfrente el gran reto de convertir esos lugares de reglas en espacios donde la subjetividad de los alumnos pueda expresarse. Muros que acojan modos de ser profesor y alumno, que consigan recoger formas más amplias y distintas de las actuales de hablar, de pensar, de moverse, de emocionarse, de oponerse, de transformarse, de saber. La última imagen de la película es el aula vacía, a final de curso, con las sillas desordenadas y los pupitres en ese orden que obliga a la jerarquía y a la tensión. Una clase vacía como vacía se siente la alumna que, unos planos antes, aborda al profesor y le manifiesta su desesperanza ante su total falta de aprendizaje y su voluntad de no ser excluida. Por mucho que cambiemos las leyes y los planes de estudio, si no cambiamos la clase, si no abrimos ventanas en los muros, pocos avances lograremos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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