A la luz de las farolas
Antes de que la delincuencia financiera violase sus propios límites como el escorpión de la fábula, aquel que no resiste a la tentación de matar a la rana que le mantiene a flote, aquí también disparaban con pólvora de rey. Las élites del terreno, por así llamarlas, disfrutaban como Sodoma y Gomorra de la bacanal, pertrechadas tras esa pregunta que solo puede cerrar una conversación entre insolventes: Serà per diners? Bienales, paellas en Central Park o eventos... ¿cómo calificarlos?, ah, sí, ¡de categoría! Todo a cuenta de la deuda pública o bajo patrocinio del aún influyente sector inmobiliario que debe estar votando a bríos. Ni de los tuyos te puedes fiar, deben pensar los potentados. En el partido del triunfo la crisis les pilló con el pie cambiado y el crédito humeante. Por eso, cuando amaneció en el horizonte el llamado Fondo Estatal de Inversión Local, popularmente llamado fondo Zapatero, algunos próceres exhibieron, también sin rubor, la falta de sustancia que subyace bajo su verbo y figura. Un dirigente del PP, alcalde para más señas, llegó a lamentar ante sus entregados tertulianos televisivos la premura con que había que tramitar los expedientes. El tipo deploraba las prisas, porque, vino a decir, no había tiempo de ver qué clase de necesidades había en los municipios. La audiencia -poca, la verdad- debió quedar patidifusa. Si un alcalde no sabe qué necesidades hay en su demarcación, ¿qué diablos hace allí? Otros tal vez entendieron que, efectivamente, con tanta prisa, no se puede delinquir en paz. Como en los viejos manuales de cálculo, interés y porcentaje, hay asuntos que requieren calma para hacer sumas, restas, multiplicaciones y comisiones, perdón, divisiones. Quería decir divisiones.
La cabalgata de iniciativas locales para combatir el paro ha puesto a más de uno en evidencia. Mayormente a esos mandatarios que, desde lo alto de su ostentación, nunca habían caído en la cuenta de que existen proyectos que pueden generar empleo. A la derecha aborigen, por otra parte, siempre le importó una higa la calidad de vida de sus conciudadanos. Es en este contexto donde cabe situar iniciativas tan pintorescas como las de Rita Barberá y su obsesión con las farolas. Los más viejos del lugar ya olvidaron qué fue primero: el Ayuntamiento de Valencia o el negocio de las farolas. La oposición les ofreció una lista de proyectos más estimulantes para mitigar el paro, pero la archivaron en la papelera. Con algo de superficie forestal, incluso algunos de esos alcaldes sobrepasados por la premura podrían sembrar una pequeña parte del arbolado prometido en sus campañas electorales. La atención a la dependencia podría emplear a mucha gente y aliviar no pocos dramas. Por no hablar de inversiones en educación o en movilidad racional. Y, en fin, atendiendo a su fijación con el ladrillo, podrían echar mano de la rehabilitación. Excepto en el caso de Rita, claro. Tal expresión no está en su diccionario. Y si lo está, figura después de los vocablos Cabanyal, demolición, destrozo y dinamita. La relación coste-empleo en el trajín de farolas es la peor, pero así están las cosas en el año de la astronomía. Por cierto, que Valencia siempre fue pionera -¿se dice así?- en contaminación lumínica y en sobrecoste, asimismo astronómico, de sus proyectos. Premodernos como son y tratándose de farolas, podrían reponer las que siglos atrás precisaban de operarios que prendieran la bujía. No olviden a los serenos. Empleos, tradición y sostenibilidad. Más centrista, imposible. Y paga Zapatero.
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