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Columna
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Almanaque inalterado

Nada parece cambiar cuando arrancamos la última hoja del calendario. Hemos entrado en el 2009 de la Era cristiana, más o menos el 5769 del recuento hebreo y el 1387 de la Hégira musulmana -en esto, como en otros aspectos religiosos, no hemos llegado jamás a un acuerdo-, porque los cristianos calculan mediante meses solares, los mahometanos mediante meses lunares, y los judíos se fijan en el sol y la luna al elaborar el recuento anual. Unos y otros cambiamos los dígitos cada doce meses mientras seguimos conviviendo con los problemas que se eternizan año tras año, hasta que el Dios del Corán, el de los cristianos o el del Sinaí quiera.

A cuatro pasos geográficos tropezamos con el más lacerante de ellos, el que más lastima al ciudadano de cualquier fe religiosa, porque deja dolor y muerte en una mal llamada por todos Tierra Santa. Ahora sangra Gaza, y hasta en la mismísima capital de La Plana, aparentemente ajena a estos sucesos, se manifiestan por el cese de la violencia decenas de personas e intentan agruparse en plataformas que defienden la entrada libre de ayuda humanitaria en la Franja, que se respeten el derecho internacional y las convenciones internacionales en tiempos de guerra, que acabe la muerte y llegue la paz. Es un gesto noble, válido ahora mismo como lo hubiera sido hace cinco miles de años cuando el Dios de Israel, según la narración legendaria del Génesis, le dijo a Abraham: "Sal de tu tierra para la tierra que yo te indicaré". Lo que supuso no poca sangre derramada entre nuestros vecinos de enfrente, en la luego llamada Palestina, habitada entonces por una diversidad de pueblos. Desde entonces, pocos han parado mientes en la severa advertencia que el mismo Yavé le hace a Noé en las primeras páginas del Génesis: "El que derramare sangre humana, por mano de hombre será derramada la suya". Y así nos va, una década tras otra década, un año tras otro, calculado en meses solares, lunares, o de ambos a la vez, siguiendo el cómputo hebreo; un cómputo con siglos de asaltos a juderías y holocaustos, que tampoco olvidamos cuando cae la hoja del almanaque en las tierras valencianas, justo enfrente de la utópica Tierra Prometida donde manaba la leche y la miel.

Más cercano, preocupante aunque no trágico, aparece el problema de la crisis económica, que entre los valencianos no tiene la misma relevancia que pueda tener entre los riojanos o los berlineses. Aquí a la crisis general se le suma el desatino del ladrillo, los irrisorios planes de ordenación urbana y el desorden en suma, que se arrastran año tras año musulmán, judío o cristiano. Es un desatino de lustros, que pacientemente aguanta la ciudadanía valenciana sin que nada cambie. No es de extrañar, pues, que cuando revienta la burbuja del cemento, se registre en las comarcas castellonenses la mayor caída en el precio de unas viviendas sobrevaloradas, o a lo peor deshabitadas; ni extraña que en suspensiones de pagos seamos campeones hispanos; ni que lleguemos a batir, con un 115% anual de aumento, la tasa de paro peninsular, ni que... Para qué hablar, cuando esto era más previsible que las lluvias con cielo cubierto por negros nubarrones y soplando el viento de levante. Los ciudadanos castellonenses de origen rumano están entre los más afectados, porque siempre la parte floja de la cuerda es la que más se resiente, como en Gaza las mujeres y los niños. Por eso nuestros conciudadanos rumanos asperjan con agua bendita sus casas, según una vieja costumbre ortodoxa, para que la crisis no empeore. Algo es algo.

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