Raro, raro
Más bien raro, extraño, con mal cuerpo, es como he recibido el 2009. Entraban animosos los mensajes de móvil desde dos días antes del 31 y me pedía el ánimo devolver a mis amigos una filípica que anduviera entre el pésame y la carta de despido. Pero no quise ser cenizo. No me atreví a explayarme con el personal, que bastante tenemos cada uno con nuestras cuitas.
El caso es que he comenzado el nuevo año en plena tarea de introspección. Paseando junto al mar Cantábrico y escarbando por dentro. Me piré de Madrid sin pensarlo. Más bien, me echaron. Salió Rouco con los kikos y demás peña a tomar la plaza de Colón y no pude resistirlo. A la mierda, me dije. Y en eso estoy.
A la mierda toda esta mondonga ultra, que emponzoña la ciudad con ese constante mensaje pestilente y divisorio sobre la familia. La familia Monster. Ya valió. Ya huele anunciar hogueras contra quienes no comulgan.
No se me ocurre mejor receta para derrotar al pesimismo que ver de nuevo a La Cubana
Supongo que me sale el pronto antes. Que necesito una vacuna contra la irritación fácil. Como a todo hijo de vecino, con la que está cayendo. Crisis va, crisis viene. No me hallo. Todavía no le he cogido el punto al nuevo calendario. Seguro que influyen todos estos mensajes de Apocalipsis. Ese constante cacareo empeñado en hacernos ver que lo que llega va a ser todavía mucho peor, me escama. Así que luego con razón te coge todo con el paso cambiado. Quizá por eso me gusta ahora mucho más Bunbury. Por más que le acusen de plagio le siento tremendamente auténtico cuando canta: "Todos lo haremos mejor, en el futuro. Y mi destino es el despilfarro y el ahorro, jamás, jamás". Cachondo...
Raro. Muy raro es como me siento. Ni el frío es frío; ni el calor, calor. Ni me irrita siquiera Nena Daconte y su tonillo pijocolegial. Ni me alarma pensar en ese encuentro en la cumbre de la mutua seducción entre Esperanza Aguirre y Zapatero para tratar el tema de la financiación, en plan colegas. Ni me sorprende que ella se vuelva a sacar los ojos con el alcalde ahora por quién toma Caja Madrid. Me trae al pairo lo que anden maquinando sus guionistas para la nueva temporada de Camino a La Moncloa.
Aunque hubo algo que sí me asombró de aquella reunión entre el príncipe buenrollito y la superheroína madrileña, esa que un día sale por piernas de un ataque terrorista y otro reparte llaves de pisos de alquiler en un polideportivo. Fue cuando la líder, con todo su morro, afirmó que el nuevo plan aseguraba unos mínimos para la educación y la sanidad en toda España equivalentes para cada autonomía.
¿Habrá empezado el desmantelamiento de nuestros derechos a escala nacional? ¿O será una mentira más, otra mentira más? Que parezcan de acuerdo en eso es para echarse a temblar. Hasta podría cuadrarles la machacona letra de Daconte: "Tenía tanto que darte, tantas cosas que contarte. Tenía tanto amor...".
Aun así, de este tenebroso fin de año puedo salvar algo. Les diré que antes de huir del foro aterrado ante la nueva hoguera del cardenal, me pasé por el teatro. A sufrir y a gozar con dos reposiciones. Primero me entregué en los brazos de la desolación observando a los pobres diablos que Alfonso Sastre creó en La taberna fantástica. Luego me fui de fiesta con La Cubana.
En la primera, recordé sin remisión a El Brujo en la piel del quinqui Rogelio, aunque aplaudí la digna reencarnación de aquella genialidad en el cuerpo y la voz de Antonio de la Torre. Agradecí también el sabio y sobrio trabajo de dirección de Gerardo Malla. El texto en sus manos me sigue pareciendo un insólito grito vivo. Una de esas cosas que no parecen salidas de un autor ajeno al doloroso clamor de otras violencias, empecinado como está el pobre Sastre en defender la barbarie del mortífero y absurdo discurso etarra. No me digan que no es para no sentirse raro. Dentro de un mundo que se revuelca.
También gocé -y mucho- de nuevo viendo a La Cubana. No se me ocurre mejor receta para derrotar el pesimismo. Entrar en la desternillante tómbola del Cómeme el coco, negro, dejarse llevar por la sana y camaleónica fiesta que montan cada noche en Gran Vía. Pocas cosas recuerdo que haya visto cuatro veces y cada una de ellas me sorprenda como la primera. El aire resucitado con ternura y acidez de la revista; el puro juego del teatro y la comedia explosiva, completamente desnuda. Una auténtica genialidad contemporánea que no envejece. Escasean tanto el talento y la sorpresa que lo verdaderamente raro es reencontrarlas de cara. Y con La Cubana pasa. Todo eso, multiplicado.
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