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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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Elogio del enredo

1 -Se da por sentado que el Sol sale por Oriente y se pone por Occidente, únicamente porque siempre, hasta la fecha, lo ha hecho así. Del mismo modo, se entiende que un año acaba y empieza otro, y que hay que celebrarlo. Nada nos asegura, sin embargo -creo que ya me estoy complicando- que el Sol no podría actuar alguna vez de otra forma. Las fiestas de fin de año, por su parte, tienen también la garantía de la costumbre, pero no hay nada que nos impida pensar que todo conocimiento humano es sólo algo de tipo personal y condicionado por el tiempo, o incluso -como dice Robert Musil en El hombre sin atributos- "no más que un acto de petulancia de una clase o de una raza".

También se da por sentado que los libros tienen que tener un final, y también ahí a esa creencia le acompaña la garantía de la costumbre. Y, sin embargo, la sombra del no final se yergue sobre algunas de las mejores novelas contemporáneas. Sobre El hombre sin atributos, sin ir más lejos. Este gran libro se le acabó revelando a su autor como una empresa imposible de rematar. Para comprenderlo, basta con acercarse a esas páginas del Libro Segundo de su inacabada novela, allí donde el narrador se pone de pronto a pensar en el tema de la genialidad como problema y, tres páginas más adelante y sin haber abandonado la reflexión, vemos que todo se nos ha complicado extraordinariamente y, aunque no hemos perdido el hilo, ahora la cuestión ya no es la genialidad, sino "el hombre de la experiencia", convertido en un problema pendiente de solución: un hombre que sabe sacar mil nuevas experiencias de las ciento que ha tenido, pero que en realidad no logra salir nunca del mismo círculo, produciendo así "la gigantesca uniformidad y monotonía, aparentemente rica en ganancias, de nuestra época técnica...".

Se ve ahí perfectamente cómo se le complicaba todo a Musil. Él mismo acabó anotándolo en una constatación escueta y atinada: "La historia de esta novela acaba consistiendo en no contar la historia que debería contarse en ella". Tal vez, como decía Walter Benjamin, Musil fue más inteligente de lo que le hacía falta. Sin embargo, en ese no acabar la historia que debería contar, en esa capacidad para perderse y para no abarcar jamás el ambicioso proyecto interminable en el que se enzarzó, se encuentra parte de la grandeza de este escritor.

2 -"¿La exigencia de lo terrible como un enemigo digno?" (Nietzsche).

3 -Resulta inolvidable para todo narrador el día -no llega ese honor a muchos- en que descubre que su novela no alcanzará nunca la meta del punto final. Tras la sorpresa, llega la alegría de constatar que uno se ha enmarañado en una neurosis creativa infinita. Es maravilloso, para qué ocultarlo, ver que se va a fracasar, pero que al menos quedan atrás todos tus mundos planos. Para decirlo con palabras de Álvaro Enrigue: "Lo de las novelas que empiezan, se sostienen y terminan, o los cuentos que son máquinas cerradas, me parece siempre un poco sospechoso, propio del niño al que nunca se le pelaban las rodillas de los pantalones".

El primero con una historia sin un plausible punto final puede que fuera seguramente Cervantes, que resolvió el enredo de su novela de estructura infinita por la vía bruta de hacer que se muriera el Quijote. Llegó después su heredero inglés, Laurence Sterne, que en Tristram Shandy cayó por la pendiente de las infinitas digresiones y, habiéndose propuesto contar en el libro la vida de su héroe, le puso el punto final a la novela sin que Tristram hubiera siquiera todavía llegado al mundo.

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No ha existido novelista más nacido para la novela interminable que el italiano Carlo Emilio Gadda, empeñado toda la vida en representar el mundo como un enredo o una maraña o un ovillo; empeñado en representarlo -dice Italo Calvino- sin atenuar en absoluto su inextricable complejidad, o mejor dicho, la presencia simultánea de los elementos más heterogéneos que concurren a determinar cualquier acontecimiento. Parece que fue un neurótico descomunal. Se volcaba enteramente en la página que estaba escribiendo, con todas sus obsesiones. Todo le quedaba incompleto. En un texto breve sobre el risotto alla milanese se complicó tanto la vida que acabó describiendo los granos de arroz, uno por uno -incluidos cuando estaban todavía cada uno revestidos por su envoltura, el pericarpio-, y no pudo naturalmente acabar nunca el artículo.

4- ¿Y qué decir del inagotable texto -más legible y más apasionante de lo que se cree- Finnegans Wake, de Joyce, o de la inconclusa Bouvard y Pecuchet, de Flaubert, verdadera perla de la estirpe de las novelas sin desenlace plausible? En ella, terminamos entendiendo que los dos héroes opten por renunciar a comprender el mundo; después de todo, el propio autor acabó derrotado por su titánica empresa enciclopédica de intentar abarcar la biblioteca universal. Como también acabó vencido Mallarmé en su misterioso intento de un libro absoluto como fin último del universo. En la desbordante 2666 de Roberto Bolaño la penúltima razón interna del libro bien podría ser el ansia de agotar la multiplicidad de lo escribible en la brevedad de la existencia que se consume.Y luego está, literatura aparte, la necesidad de complicarse la vida por el placer de complicársela. Digan lo que digan, es muy recomendable hacerlo. Como la vida es breve, haremos bien en enredarnos como ovillos para tener al menos un enemigo terrible, complejo y digno. Aún no he acabado.

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