Un escenario para sentirse dromedario
Dunas de Maspalomas, un desierto en miniatura que acaba en el mar y sirve de plató para la moda y el cine. Primavera todo el año en un espacio natural protegido
Resulta desconcertante que en la calle las temperaturas ronden los 10º C y para hacer la maleta haya que rescatar las chanclas de ese armario donde hace semanas fueron recluidas. Lo mismo sucede con bañadores, bermudas y cremas solares. Una vez reclutado el equipamiento estival, el viajero ya está listo para embarcarse hacia el sur de Gran Canaria, igual que el 90% de los turistas que llegan a la isla, seducidos por su irresistible reclamo de sol reconfortante, mientras en nuestro continente gobierna el frío, los días se encogen y la melancolía invade al ciudadano.
Por eso, aterrizar en otoño o invierno en este destino europeo sin rival (habría que volar hasta el lejano Caribe para encontrárselo) provoca un estimulante subidón natural, pues el astro rey, ninguneado ahora en latitudes más nórdicas, vuelve aquí a recordar, con todo su esplendor, que es un infalible generador de alegría.
Y es que una eterna primavera reside en la playa del Inglés, denominada así -según relata la leyenda popular- porque estos terrenos donde hoy se apretujan hoteles, apartamentos y campos de golf pertenecieron a un tal Juan Inglés, vecino de Telde.
El contraste se acentúa cuando vemos desde este emplazamiento soleado que en el montañoso y verde centro de la isla acechan negros nubarrones, ésos que pasan de malgastar sus aguas con los bañistas que recorren la playa del Inglés, doblan la punta de Maspalomas y enfilan hacia su faro, acompañados en todo el trayecto por las bellísimas dunas que miran al océano.
Como las temperaturas aquí pocas veces descienden de los 20º C, ese sano paseo está garantizado para los visitantes: familias completas, recién casados, jubilados y gays (la tolerancia es otro obsequio de la isla y en el carnaval de Las Palmas se elige a una reina drag). Así, el paisaje humano de la playa del Inglés resulta variopinto, colorista y armonioso: conviven la sandalia con calcetín, el medallón de oro y la prominente barriga sonrosada junto a la camiseta ultraceñida, el músculo depilado y el piercing encaramado a partes insospechadas de la anatomía..., como si Peñíscola y Sitges hubieran engendrado un retoño babélico; así es el universo de este balneario canarión.
Paseo en la arena
Para disfrutar de este minidesierto de 328 hectáreas conocido como Dunas de Maspalomas, las opciones son múltiples. Hay un cómodo paseo que parte de la playa de San Agustín y recorre la espalda de las tiendas y restaurantes de la playa del Inglés para terminar en un mirador, junto al elegante edificio blanco del hotel Riu Palace Maspalomas y el centro de visitantes de la reserva natural protegida.
Desde este lugar privilegiado es fácil cazar excelentes instantáneas de las dunas, más inmortalizadas digitalmente que los labios de Angelina Jolie. Y no sólo por los turistas, sino también por publicistas que encuentran en ellas el escenario idóneo para puestas en escena exóticas sin tener que emigrar a Namibia, o para sesiones de posado de ropa, con las suaves arenas ejerciendo de estudio sin muros donde se contorsionan espigadas top-models.
Imposible no inmortalizarse delante, sobre o resbalando por estos toboganes de arena de hasta 10 metros de altura; un paisaje desértico y mutante, en su forma y color: el viento desplaza las dunas un metro por año en dirección al faro, y la luz del sol, en plan Photoshop, cambia su apariencia: a primeras horas del día agiganta sus contrastes, al mediodía uniforma sus contornos y al atardecer los estiliza, maquillándolos con un color anaranjado.
Pero si se quiere vivir la experiencia de las dunas intensamente y sentirse dromedario, nada como poner el pie en el paisaje dunar. Eso sí, conviene evitar las horas centrales del día, agenciarse sombrero, gafas de sol y crema de alta protección, y, sobre todo, portar buena cantidad de agua. No tema perderse en el minidesierto: siempre habrá una senda que seguir, el mar circundante como brújula o los hoteles del fondo como referente.
Tanto sol, el intenso cielo azul y el cariñoso trato de los lugareños -con el Mi niño/a siempre jugueteando en sus labios- acaban provocando tal efecto sedante en el viajero, que a estas alturas de su visita habrá olvidado completamente que en su lugar de origen y en este mismo momento reinan la oscuridad, la lluvia y la nieve...; tan cerca, pero tan lejos.
Cuando la noche cae sobre la playa del Inglés, vaciando las arenas, despiertan escandalosamente cientos de neones que reclaman la atención del turista: discotecas, restaurantes y terrazas compiten por rascar el bolsillo ajeno. La mayor concurrencia se la llevan los centros comerciales, de estética cuestionable -el premio lo merece Cita, de fachada recargada con reproducciones en cartón piedra de la torre Eiffel, el Big Ben y otros monumentos de postal-, pero posibilidades ilimitadas de ocio nocturno.
Hay muchos centros comerciales aquí, aunque seguramente el más célebre sea Jumbo, epicentro del ocio homosexual, con los pelucones y lentejuelas de los travestis amenizando sus terrazas. Algunos de esos imitadores de divas del cabaret estarán al día siguiente, sin maquillaje ni rellenos, en la zona gay de la playa de Maspalomas, justo después de la reservada al nudismo y antes de La Charca, lago de agua dulce y hogar de una veintena de especies de aves, muy cerca del faro de Maspalomas, levantado en 1890. Aquí finalizan los casi diez kilómetros que suman estas dos envidiadas, acogedoras y estupendas playas, abiertas todo el año.
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