Alivio
Qué raro, tener la edad del padre de uno cuando el padre de uno comenzó a envejecer, o cuando empezamos a mirarlo como un anciano incipiente. De un tiempo a esta parte, veo en todos los espejos en los que me miro a mi padre. Es él quien toma los ascensores de los hoteles en los que me hospedo; él quien se afeita en los cuartos de baño de esos hoteles; él quien se corta el cabello en las peluquerías en las que entro al azar. Yo estoy también, claro, pero a este lado del espejo. Al otro encuentro siempre a mi padre, que me observa atónito, como extrañado de haber tenido algo que ver en la vida de este hombre maduro que en el último año se ha subido en más ascensores de los que él utilizó en toda su existencia, que se ha afeitado en más hoteles de los que él pudo soñar, que se ha cortado el pelo en decenas de ciudades; de ese hombre que lleva a cabo a regañadientes el deseo que él tuvo de viajar.
Cuando me peino, pues, si lo hago frente al espejo, peino a mi padre. Y cuando me anudo la corbata se la anudo a mi padre. Y cuando me corto el pelo de las orejas, resulta que le corto el pelo de las orejas a mi padre (lo que jamás le hice en vida). Luego, cuando escribo, como ahora, en la habitación de un hotel, me pregunto qué hará mi padre en ese instante al otro lado del espejo del cuarto de baño. A veces, dejo de escribir y me acerco con cuidado, a ver si lo sorprendo desmontando un aparato de radio. Pero él ha tenido la misma idea que yo, y al mismo tiempo, por lo que llegamos al espejo a la vez y nos observamos atónitos. En ocasiones sonreímos por esta extraña relación que nos une al cabo de los años y vuelve cada uno a lo suyo (yo a escribir; él a desmontar aparatos). Qué raro, alcanzar la edad del padre cuando el padre comenzó a envejecer, pero qué alivio tener los días contados, como en otro tiempo los tuvo él.
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